Segundo aforismo: «La mujer no existe»

Los aforismos lógicos de Lacan han tenido la –llamémosle– fortuna de desatar las más airadas descalificaciones. La mujer no existe certifica la inexistencia de un universal femenino. Esto indigna, y parece de lo más natural que lo haga, ¿cómo podría la propuesta no resultarnos de entrada aberrante? Pero cuando se aproxima uno un poco a lo que podría significar en sentido estricto tal formulación, –oh sorpresa–, se cae en la cuenta de que lo amenazante sería en realidad lo contrario, su existencia, la existencia de La mujer. El horror sobreviene cuando se da por hecho la presencia encarnada, fija y para todos, de un modelo imaginario.

Un ejemplo. Las autoridades culturales francesas censuraron en 1964 la película de Godard, La mujer casada, donde se mostraba una relación adúltera. Ojo que no fue ninguna de sus escenas lo que había sublevado su sensibilidad, sino esa aparentemente insulsa palabra del diccionario, el artículo definido la que encabezaba su título, pues detectaron en él la marca de una universalidad que les resultaba intolerable. De permitir el artículo, toda mujer casada sería adúltera. Qué barbaridad, dijeron, no puede ser. Pensadlo un poco, ¡hay que ponerse en la piel del censor!, nadie como él teme la acción de la palabra. ¿Dónde meter la tijera pues? La solución fue sencilla. Concentraron todo el mal en esa palabra, y el cineasta, después de meses de negociación con las más altas instancias, que incluyeron al mismísimo ministro de cultura, se vio forzado a cambiar el La inicial por Una, para que la película pudiera exhibirse con normalidad. Título final, Una mujer casada. Y así quedó, hasta que, con los años, el propio Godard lo reparó, añadiendo delante el artículo definido (tachado) que faltaba, (La).

No sabemos si Lacan conocía esta historia cuando pocos años después soltó su aforismo. Y da igual. Lo que ahora más sorprende es el cambio de época que hemos vivido. Tanto celo resulta hoy en día chocante, pero en aquellos años los pensadores todavía eran capaces de provocar auténticos revuelos, y es cierto que Lacan no dejaba pasar la oportunidad de intervenir en los debates, arrojando estas perlas amargas. Seguía su propio consejo, la advertencia que lanzó a todo pensador que se estimara como tal: que renuncie, dijo, quien no puede unir a su horizonte la subjetividad de su época. Pues bien, Lacan intervenía. Y después de haber provocado a diestra y siniestra al establishment psicoanalítico, procuraba ahora, alcanzada la vejez, hacer la contra al devenir reivindicativo de su época soltando este curioso artefacto. Aquí lo desmontaremos un poco, para mitigar arrebatos innecesarios.

Como veíamos, el primer malentendido proviene –como ocurrió con el aforismo anterior– de no haberlo leído según su estatuto lógico. Para evitar este primer traspié, conviene que lo escribamos al revés, de manera que destaquemos en su justa medida el universal al que apunta, el universal que Lacan tacha, elimina. Lo escribimos entonces así: ‘No existe La mujer’. Esto es, no existe como conjunto. O sea, no existe una colectividad homogénea llamada ‘mujer’ definible a partir de una característica única que englobe a todas las mujeres. Hay que precisar que hablamos aquí en términos psíquicos, bajo la premisa de la fractura que con respecto a lo biológico ha introducido el lenguaje en el ser humano. En ese exilio con respecto a la Naturaleza en el que habitamos, no existe un modo de ser mujer, un modo de gozar como mujer, un modo de presentarse como mujer. No existe un único modo que sea válido para todas y que a todas represente. ¿Qué quiere esto decir?

Observamos que la característica necesaria para que pudiéramos formar el conjunto de todas las mujeres falta a su cita. Y no porque haya un Dios-Lacan sordo a su existencia. Al contrario, partimos precisamente de la escucha de la multiplicidad de respuestas. Porque allí donde no hay una respuesta al modo de ser, se inventan modos de ser. Eso escuchamos, una multiplicidad de respuestas, una multiplicidad de modos de ser.

Entonces, por favor, no hagamos corta y pega. No funciona. Atrevámonos a que haya tantas respuestas a la feminidad como mujeres. Y quizá sea éste un camino más subversivo que el otro, si eso es lo que nos atrae. Así leeremos que, porque lo que existe es la particularidad irreductible de cada una, no es alcanzable la universalidad, ese rasgo común para todas, que supondría una reducción inasumible para alguna. Entonces, no hay acuerdo posible. Y no debe haberlo. Por eso, oímos en la sala que, para una, mujer es ser madre, mientras que para otra es justo todo lo contrario, quizás porque ha encontrado en este rechazo su feminidad. El debate se calienta y otra nos dice que es imposible saberlo, que las mujeres nos vemos a través de los ojos de los otros; y añade que es la cultura, que todo lo crea, la única responsable de esto. Pero más al fondo, en la última fila, otra replica, ah no, no todo lo crea la cultura, ésta expresa una dificultad previa, un vacío en el saber; y reivindica a continuación, ante un murmullo creciente, que no sólo hay algo más que biología, como la cultura, también hay algo más que las palabras…

Llegamos así a una primera conclusión: ‘La mujer no existe’ plantea ‘la mujer’ como un enigma no sólo para los hombres sino también para las propias mujeres. Y sin duda esto último es lo más interesante, pues obliga a cada una a construir su invención particular.

Vayamos ahora al segundo escollo que suscita el aforismo: ¿y qué pasa con los hombres?, ¿existe entonces El hombre?, ¿existe una característica común que permita hacer el conjunto de todos los hombres? La respuesta de Lacan es que sí. Pero otra cosa es pensarlo como un privilegio, porque en esta gracia encuentra el hombre su desgracia. Veamos. La razón estriba en la centralidad que ocupa para los hombres el goce fálico. Tiene tal pregnancia que los empuja a gravitar a su alrededor, como si este goce fuera su único sol. Aquí se encuentra el espejismo de su posición, una lamentable dependencia anclada en la fantasía de que sería alcanzable, por esta vía, el goce absoluto. Pero no lo es, hay que decirlo, y no lo es para todos. Sobre esta imposibilidad, que recae en todos los hombres, cimenta Lacan el rasgo común de la universalidad masculina.

Para entenderlo, pensemos en la fantasía del niño pequeño cuando imagina que, aunque él no tiene acceso a los placeres prohibidos, su padre sí. Él se imagina que su padre sí lo tiene, que su padre goza plenamente, o podría hacerlo. ¿Qué nos enseña esta fantasía? Que todo hombre está atrapado en una organización, en una estructura que expresa el límite a su goce en forma de excepción. Salva el desencuentro con su imposibilidad adjudicándole a otro la potencia. De esta forma, la existencia de una exterioridad (el uno mítico que podría) crearía el conjunto, o sea, la norma para todos (el ninguno real que puede).

El reto, del lado masculino, será trascender o subvertir en algo esa esclavitud para acceder también a un tipo de invención. Con ello, la apariencia discriminatoria habrá sido desmontada.

Llegamos ahora a una segunda conclusión. Si para los hombres el sometimiento a un único sol los ordena, aunque por ello mismo los constriñe; para las mujeres, en cambio, que no todo en ellas circule alrededor de una única forma de gozar les permite acceder a otra. Una que está más allá del ordenamiento fálico, y del que el lenguaje no puede dar cuenta.

Miramos por último los retos, las posibilidades que abre la imposibilidad. Si para los hombres, el reto era dejar caer algo de peso, de ese atrayente fardo fálico, para elevarse a la dignidad de una invención particular; para las mujeres, en cambio, el reto es que este mayor índice de libertad no las extravíe.

Zacarías Marco