Hacia aquí en cuatro endecasílabos, por Isidro Herrera

Con ocasión de la presentación de EL AMOR EN 32 FUGAS de Zacarías Marco

Presentar e introducir el libro

Cruce el amor en 32 fugas 2¿Qué hacer con un libro? Aparte de escribirlo o de leerlo —acciones de las que no será cuestión aquí, pero cuya imposibilidad tal vez habría que consignar para empezar a hablar del libro—, hay dos tareas condenadamente esquivas que —sin duda por error—creemos que se pueden hacer con un libro: presentarlo e introducirlo. Lo cierto es que, cada vez que lo intentáramos, para nuestra inmensa decepción, irremediablemente traicionaríamos lo que hacemos. ¿Se puede presentar o introducir un libro? No sería lo mismo que dijéramos que no, que no es posible, o que dijéramos que , que es imposible. ¿«No» o «sí»? Únicamente por fidelidad al libro ahora presentado estaríamos obligados a quedarnos encantados con este imposible que ahora vislumbramos. Su autor quedaría también encantado con ello.

PRESENCIA DEL LIBRO.— Traer el libro a presencia o al presente, presentificarlo, es tarea indeseable si pensamos que él más bien no sólo está lleno de ausencias —y el primero que falta, el que nunca llegará a estar, es el autor, a la vez eterno perseguidor y eterno fugitivo de su obra—, sino que él mismo, el libro, si quiere su presencia,  no debe aspirar a otra cosa que a perseverar en la ausencia.  Es más, tal vez el acto más considerado que cabría hacer con un libro, atendiendo al juego de ausencias que él trae consigo, fuera más bien ausentificarlo, es decir, presentificar su ausencia.

El libro, engañosamente hambriento de presencias (presencia en las librerías, presencia en el mercado, presencia en los medios de comunicación, etc.), sabe muy muy bien que ahí, en esas presencias, no tiene su casa, que él no es de tener casa, sino de caminar errante siempre «en busca de». En busca de, por ejemplo, el lector que, por un instante, le dé aliento y vida a lo que él retiene en la simple forma de una ausencia ansiosa y vigilante. Pero aún más problemático sería hacerlo presente en el presente, y no porque sea más pasado o más futuro que presente, sino porque él no puede aspirar a otra cosa que a dejar el tiempo atrás y aparte, conjurando el tiempo como paso y ensalzando el tiempo como permanencia, tiempo éste que propiamente ya no es casi tiempo —al menos no es tiempo que pasa, sino instante que permanece— diciéndole al instante con el que él trata: «¡Quédate!, ¡no te dejes llevar!». ¿Cómo retener lo que pasa como algo que pasa y no en la forma de algo que no pasa? ¿Cómo contener lo que pasa en un aquí y en un ahora que no es el aquí y el ahora de lo que pasa, sino de lo que en el libro queda ahí — escrito, leído?

INTRODUCCIÓN DEL LIBRO.— Cuestión muy distinta es introducir el libro, es decir, hacer una introducción del libro , donde en ese introducir se puede reconocer un único gesto —porque en cualquier caso se trataría de acceder a un interior, de un «conducir dentro»— pero claramente con dos sentidos muy distintos, puesto que tal introducción podría significar acceder a su interior —introducirse en él— lo mismo que igualmente puede significar introducirlo en, introducirlo en el espacio deseado, es decir, promover su acceso al interior de otra cosa —su acceso, por ejemplo, a la comprensión que él solicita por parte del lector—.

Cuestión de Física antes que de Metafísica, puesto que con su introducción se cumplirá la famosa ley de Arquímedes. Si yo me introduzco en su bañera (en la bañera que es el libro), el fluido que ella aloja nunca permanece como está, sino que siempre se desplaza en una medida exactamente igual al de la masa del volumen que se introduce en ella. Así, pues, y como consecuencia de ello, ese desplazamiento hablaría más de mí que del fluido desalojado de su lugar o de su ser. Es seguro que ese libro al que quiero acceder me  empapa y me da así cierto saber acerca de él. Pero también es muy cierto que en realidad tal empapamiento es una manera más efectiva que muchas otras de seguir ignorándolo.

Como en el famoso río de Heráclito entramos y no entramos en él, el cual a la vez es y no es,  siéndonos por eso siempre ajeno a nuestro saber, aunque por cierto no dejemos de querer entrar en él para no entrar en él

Pero no pensemos que sucede algo distinto si es el libro quien se introduce él mismo en el interior de otro fluido. De nuevo, porque la ley física es implacable, este otro fluido responde desplazándose, cabiéndole o bien fundirse con él —lo que supondría confundirse con él y por tanto quedar el libro así sumergido ignorado de inmediato—, o bien, en el mejor de los casos, hurtarse a él, distinguirse de él —aunque no por eso sería menos ignorado en cuanto que su naturaleza sería ajena a él, llamada a permanecer siempre fuera de él—. En este último caso, sería conocido, determinado, señalado, identificado, pero él no dejaría nunca de ser una anomalía en ese medio en el que ha quedado enquistado.

Tal es la suerte trágica de cualquier libro. Pero suerte al fin y al cabo.

Esas 32 fugas hacia el amor en que consiste EL AMOR EN 32 FUGAS saben mucho de ese intento por introducirse en ese territorio ajeno o extranjero, extraño, como él mismo dice muchas veces, a la «lengua materna».

Lee cuando escribe y se sale de madre

Entrar en territorio extraño implica literalmente salirse de madre, ciertamente como un río que desborda las orillas y que se interna fuera de su cauce. Y EL AMOR EN 32 FUGAS es ante todo el relato del viaje que lleva a esa extrañeza, que narra el momento preciso en que las orillas se muestran incapaces de contener el río de la vida, momento en que, al pie de la letra, quien así se encuentre encuentra que se ha salido de madre. Relato de circunstancias, pero no circunstancial, sino esencial. Relato de un antes y de un después, de un cuándo, pero también de un por qué, e incluso de un para qué.

Pero relato al fin y al cabo. Puesto que, cuando se habla de esta turbulencia, caben dos posibilidades: o bien hablar como aquel a quien le arrastra la corriente y no tiene otro pensamiento que el de dejarse llevar por su dolencia (probablemente desfalleciente de placer), o bien como quien tal vez experimentó su fuerza, su poder de atracción, su desmesura y que ahora en la calma de la escritura (falsa calma quizás) se ve obligado a discernir qué fue exactamente eso que lo salvó de la amenaza cierta de ser arrastrado irremisiblemente. A este respecto el autor habla con claridad: fue posible salir de esa mortal turbulencia gracias al amor.

Hay, pues, que escribir el amor. Ahora bien, escribir el amor es escribirse, no cabe pensar de otro modo que no nos diga esto mismo. Ahora bien, dice el autor de EL AMOR EN 32 FUGAS, y ésta me parece su aportación más original, escribirse es leerse primero.

Habría, según su autor, dos clases de escritura:

  1. Una escritura que, mientras escribe y porque escribe, no escucha. Una escritura que se pretende autosuficiente, que, afanándose en saber lo que dice, no puede hacer caso de lo que es necesariamente ajeno a ella: la efímera presencia de lo que pasa. Ella pasa, pero por ella no pasa lo que pasa. No escucha.
  2. Una escritura más menesterosa, que se siente incapaz de sostener los huecos que ella abre, esos vacíos de realidad que la desfondan, que la desautorizan, que la imposibilitan. Una escritura que tiende el oído hacia fuera, una escritura que escucha. Ahora bien, un oído que escucha es, a su modo, un oído que lee, nunca un oído que dicta. La lectura que hace ese oído es exactamente una escritura que puede atender a lo que pasa, que puede hacer su relato, aunque esto sea un puro vacío de acontecimiento.

Escribir no es una estrategia, pero tiene mucho de ella. Hay una batalla a la que siempre estamos llamados, en la que siempre habremos de perder, pero que nunca renunciaremos a librar. La gloria de esa batalla sólo es capaz de ser dicha mediante la crónica escrita (allí donde el tiempo —Cronos— se escribe).

En «Aquella tarde» aquí fue presente

Que se me disculpe el ejercicio de ambigüedad al que no puedo resistirme para introducir un relato que concluye en «Aquella tarde» (en aquella tarde) y que durante todo su desarrollo ha intentado cerner precisamente su «aquí»: un aquí que se ha dado por alcanzado desde las casi primeras palabras del relato de su encuentro, relato que a lo largo de su recorrido ha ido narrando las condiciones y las circunstancias de su inesperada aparición.

Pero qué difícil es estar aquí, seguir aquí, volver aquí. Que se lo pregunten al Hegel de la Fenomenología del espíritu que contó con estupor cómo quien quisiera señalar el aquí o el ahora se vería inmediatamente expulsado de ellos y rodeado y asfixiado por sus aporías.

Así, pues, ¿qué pasó aquella tarde? Pasó que quien así se expresa se encontró aquí y averiguó que mientras quisiera mantenerse ahí, estaría necesariamente en territorio extranjero —o como antes decíamos «fuera de madre»—, prometiéndose fidelidad y sumisión a lo que allí se mostró («sólo tienes que volver aquí»). Es decir, se encontró el aquí, encontró a Aquí, un aquí que habría de determinar toda su vida. O, más bien, ¿no habría que entender que fue más bien Aquí quien lo encontró a él? Aquí lo encuentra (a él) y, por consiguiente, aquí, él se encuentra con aquí, con el aquí, con un aquí sustantivado, despojado de su valor adverbial que, sin embargo, sigue actuando cada vez que lo escuchamos, un aquí al que mejor sería referirse sin el artículo que lo determina, puesto que tal aquí —el aquí con su artículo determinado— determina y, propiamente hablando, él no debería estar nunca determinado, porque está llamado, desde el principio, a desbordar toda determinación, incluida la suya propia.

Aquí (y ahora) comienza un recorrido que, con toda precisión, para realizarse, ha de volver cada vez y siempre aquí mismo, es decir,  a aquí mismo (entiéndase: no volver aquí, donde aquí, ahora, es el lugar donde uno está y dice «vuelve aquí», sino volver a aquí como quien dice volver a Londres, donde, ahora, aquí es el lugar de donde se viene o a donde se va, siempre lejos de quien lo dice, nunca por tanto el aquí de quien lo dice) . Ahora bien, si es exactamente aquí donde todo comienza y donde todo termina, en principio, debido a su inevitable aporía, nada comienza y nada termina. O, tal vez, comienza y termina (y al hacerlo se completa, se realiza, el recorrido propuesto), pero en un lugar neutro inesperado, donde cabe descubrir, una vez que se vuelve, que allí nunca es aquí y que aquí es siempre allí. Espacio de «entremedias». Con lo que uno no alcanzará a saber nunca si alguna vez estuvo aquí o allí. Lugar neutro, lugar del ni uno ni otro: en él, ni aquí es allí, ni allí es aquí.

Viaje posible, siempre posible, viaje de regreso que sólo se le ofrece a aquel Ulises, no el Ulises vuelto a Ítaca (que cantó Homero), sino el Ulises vuelto del infierno (que contó Platón), después de haber probado el ser Nadie y queriendo volver como un hombre común y corriente, es decir, Nadie de nuevo. Pero viaje que sólo se produce en un único medio o ámbito, el que proporciona la escritura, pero no una escritura inventora, creadora de paisajes inéditos o de ficciones confesables o no, sino otra escritura: la antes mencionada, que se despliega al hilo de la lectura como el deseo con que carga la lectura: deseo de escribir, que se sitúa, propia y solamente aquí, en el lugar de vértigo del aquí.

Porque tal vez nunca se puede decir estoy o estuve aquí, pero, según cuenta el autor de estas 32 fugas hacia el amor, es decir, hacia ese aquí que facilitará su entrada, tal vez sí que es posible haber vivido (desde luego fuera del lenguaje, e incluso fuera del mundo y, tal vez, en otra vida) esa experiencia tan indecible como inolvidable, tan improbable como constitutiva. Darse a leer, darla a escribir.

En el libro, en su escritura — aquí estamos.