El tejido Joyce (I): Epifanías

Artículo publicado en la página del Círculo Lacaniano James Joyce, descargable en PDF pinchando aquí.

RESUMEN

En este artículo, que sirvió de base a la primera intervención presentada en julio de 2015, se desarrolla el primer invento artístico de Joyce, la epifanía, entendida como un trabajo sobre la desconexión con la realidad que se manifiesta en la textura particular que para él tiene el murmullo. Desde una perspectiva que tiene en cuenta esta fractura, que atraviesa su vida y su obra moviendo un hacer que hila ambas formando un único tejido, se analiza paso a paso, de la mano de Umberto Eco, la poética del primer Joyce, desde sus orígenes medievales a los cinco temas principales de la estética de Stephen. Nos servimos de la tesis de Eco, según la cual Joyce camufla en ropajes medievales su apuesta por una concepción moderna del arte, para desmontarla a continuación atendiendo a un planteamiento divergente del estatuto del sujeto, un planteamiento que subvierte la pretendida relación sujeto-objeto, interior-exterior. Si bien Eco da cuenta de la crisis en el orden mismo de la temporalidad que la epifanía pone en acto, las herramientas exclusivamente epistemológicas terminan siendo un lastre para dar cuenta de lo fundamental en juego. Joyce ilustra un hacer decidido sobre algo que lo toma a él: el murmullo interior. Por eso sus decisiones artísticas tienen la misma lógica que las epifanías, lo deciden a él.

PALABRAS CLAVE: Umberto Eco, epifanía, poética, estética.

Intervención: 7 de julio de 2015

Introducción

Siguiendo la propuesta que me brindó Sergio Larriera para hablaros de algún material sugerido a partir del trabajo que desarrollé en El tejido Joyce (Marco 2015), se me ocurrió que podía relacionar las epifanías con los murmullos y, de esta manera, aprovechar para ampliar partes anteriormente trabajadas en mi libro, con el fin de poder ofreceros un material adicional al mismo. Pensé que tanto las epifanías como los murmullos podían ser entendidos a partir de una ubicación topológica en banda de Moebius, dos caras aparentes que no son tales, pues existe una continuidad entre ellas. Hoy desarrollaré el tema de las epifanías en Joyce entendidas como un trabajo sobre los murmullos. En síntesis, la epifanía sería el ejemplo princeps de toda pirueta artística en Joyce, su matriz artística, resultado de su particular hacer con los murmullos para frenar una deriva francamente invasiva y que tendría un alcance devastador. Este modo de hacer con lo que queda escindido de la realidad sufrirá una evolución, pero aun cuando años después la abandone, su núcleo esencial seguirá funcionando como motor operativo en sus sucesivos saltos artísticos, incluido Ulises, incluido Finnegans Wake.

Lo que expondré hoy de alguna manera servirá de complemento a lo desarrollado en el capítulo tercero titulado De la fobia al arte (Marco 2015: 68-101). Allí estudio primero tres vaporosas y virginales fantasías de encuentro sexual que tiene el adolescente Stephen para, sobre esta base, poder analizar la concepción artística, tal como es desplegada en la conversación que mantiene con Lynch en Retrato del artista adolescente (Joyce 1989: 230-243). En ella, Stephen expone su manifiesto artístico, paralelo en importancia al alumbra-miento del manifiesto ideológico que vendrá a continuación, en la conversación con Cranly, poco antes de abandonar Dublín.

Pero la novedad es que no partiré hoy de la conversación con Lynch sino del excepcional trabajo que realizó Umberto Eco en su libro Las poéticas de Joyce[1], concretamente a lo desplegado en su primer capítulo, El primer Joyce (Eco 1993: 7-58). Veremos entonces a Joyce desde Eco, yendo de la mano de su conocida erudición, con el objetivo de analizar no sólo los conceptos estéticos fundamentales, como la claritas, y el anclaje medieval, tomista, de Joyce, sino también para deducir la lógica que guía el trabajo de Eco.

Confieso de entrada que nuestro objetivo será intentar entender la guía rectora por la que se decanta, para desmontarla después, o para ofrecer al menos otra lectura. Para ello nos serviremos del abordaje que hace Lacan en el Seminario 23, el dedicado a Joyce. Considero a Eco imprescindible para situar las referencias dentro de una perspectiva epistemológica, pero no así dentro de la perspectiva del sujeto confrontado a la emergencia de un real, aquí entendido como encuentro traumático con algo descarnado de la lengua. Por ello iré insertando comentarios a la lectura de su texto. Mi manera de trabajar –de la que sólo me doy cuenta a posteriori– creo que obedece a dos lógicas distintas, sigue, por un lado, un análisis estructural para desentrañar la lógica interna del texto, pero creo que también que hace funcionar una lógica del no todo, una sensibilidad hacia el goce o, como decimos, hacia lo real. Desvelar esto puede ser útil para no llevarse a engaños sobre los resultados obtenidos.

Decía epifanías y murmullos en banda de Moebius porque, desde la perspectiva que seguimos –que es la de un sujeto que responde a las fracturas que lo constituyen– no podemos desprendernos del aspecto clínico cuando intentamos aprehender lo que el poeta, en un sentido amplio, anticipa. Su terreno excede la voluntad y la conciencia. Para desarrollar esta segunda parte, más clínica, traeré mañana a Louis Wolfson y su hacer con los murmullos que se le imponen. Wolfson, un escritor esquizofrénico, nos servirá de referencia fallida en ese incansable hacer suyo para paliar la devastación de la cosa en la palabra, su goce invasivo, por lo que se ve llevado a intentar matar la lengua materna.

Dejaremos para mañana el fracaso artístico y científico del “protocolo” Wolfson para continuar ahora con las aportaciones del gran medievalista que es Eco. No olvidemos que realizó su tesis doctoral en 1956 sobre la teoría estética de Santo Tomás. De su mano intentaremos despejar la concepción artística de Joyce tensionada entre el mundo medieval y el modernismo. Veremos más adelante por cuál se decanta la interpretación de Eco.

Nuestro enfoque tendrá además presente un horizonte que podríamos llamar ontológico. Como orientación general, situaríamos a Descartes en un momento de cambio entre una concepción medieval y aquella que tras él marcará la modernidad. Con él se produce un nuevo modo de pensar que escinde el sujeto del objeto, que tendrá no sólo las conocidas repercusiones en el nacimiento de la ciencia moderna, sino también en las áreas más dispares. Baste como apunte una reciente reflexión de Fernando Colina, señalando ese momento histórico como el comienzo de la escisión mental que dará a luz a la patología esquizofrénica. Para Colina, la esquizofrenia no es pensable antes de la edad moderna, antes de que el hombre decidiera entregar media cabeza a la ciencia, como él dice, resultado de abrazar una concepción que condena al ostracismo anteriores sistemas de pensamiento que acogían la indiscernibilidad, por lo que  la escisión sujeto-objeto será en último término responsable de la escisión esquizofrénica (Colina 2011: 18).

Por otra parte, que escojamos esta línea divisoria porque nos parezca útil para plantear el problema del sujeto, no debe hacernos olvidar la complejidad y los peligros que tal división encierra, especialmente si con ello pretendiéramos reducir lo precedente, lo medieval en este caso, a una única visión. Esta problemática, al remitirnos siempre a fuentes anteriores, no sería en ningún caso fácil de solucionar. No obstante, algo sí podemos hacer. Antes de adentrarnos en lo que Eco nos enseña, se hace necesaria una aclaración previa sobre el espinoso tema de la relación del artista con la obra, concretamente, sobre las distintas concepciones sobre la impersonalidad de la obra de arte.

Si bien desarrollaremos siguiendo a Eco la argumentación medieval, no debemos olvidar que ésta se remite y sustenta en la lectura de los textos clásicos, en especial de la Grecia antigua, donde la producción de una obra mediante la acción (poiesis) del artista-artesano no conlleva una autoría como tal. De hecho, no podemos hablar de “creación” alguna, en el sentido que damos hoy a esta palabra, puesto que la forma en la que se encarna la materia la preexiste, y el artista sólo puede sacar lo que ya está contenido en ella (Vernant 2007: 75). Esta anterioridad lógica, que ya valdría en un cierto sentido para Platón, cuyo concepto de “Idea” remite al mundo de las Ideas, por tanto separada de las cosas, es especialmente desarrollada por Aristóteles, quien acuñó precisamente el término de “forma” (morphé) para separarse de la noción platónica de aquello que se muestra por tener un aspecto (eîdos), poniendo el acento en ese salir a la luz, en ese presentarse en el sustrato material (hýle). Una visión del ser como llegar a ser (Marzoa 2011: 65-80).

Se entiende entonces que, estando la forma en la materia, el olivo en la aceituna, la escultura en el bloque de mármol, el artesano no pueda pensarse como “autor”. Esta concepción aristotélica, el hilemorfismo, será recogida por la argumentación teológica medieval de Santo Tomás. Y entroncará mucho después, aunque bajo otros parámetros, con la teoría moderna sobre la impersonalidad del artista creador, de la que Joyce nos dejará su particular visión. Por último, intentaremos argumentar hacia el final del artículo sobre la falta de idoneidad cuando se pretende inscribir a Joyce en la línea de la más reciente teoría de la muerte del autor, una teoría que nos resulta insuficiente por dejar de lado el problema del goce.

Encuadre y tesis de Umberto Eco

“Nadie como Joyce –nos recuerda Eco al arrancar su trabajo– ha hecho hablar tanto de poética y de estética a sus propios personajes” (Eco 1993: 7). Un aspecto cuantitativo que no es en ninguna medida azaroso pues está anclado en una particularidad sobre la que se edificará toda su obra y que reside en el hecho de que

“para comprender el desarrollo de su poética es necesario remitirse constantemente a su desarrollo espiritual o, mejor dicho, al desarrollo de ese personaje que vuelve una y otra vez en el curso del inmenso fresco autobiográfico de sus obras, llámese Stephen Dédalus, Bloom o H. C. Earwicker” (Eco 1993: 8).

Magnífico. Parece que empezamos en plena sintonía con Eco, que tiene el indudable acierto de destacar de entrada este aspecto capital, el enlace en un único tejido de vida y obra.

Entramos ahora en el despliegue de Eco siguiendo las tres grandes líneas de influencia que destaca a lo largo de toda la obra de Joyce: por un lado, la influencia filosófica de Santo Tomás, aunque algo puesta en crisis por las lecturas que hace de Giordano Bruno; por otro la de Ibsen, poniendo en relación el arte con el compromiso moral; y por último, la influencia de las poéticas simbolistas y decadentes de fin de siglo, que comparten el ideal estético de una vida dedicada al arte y la visión de un arte sustituto de la vida, unas poéticas que colocan al lenguaje en el disparadero para resolver los grandes problemas del espíritu. (Como a Vico no lo lee hasta que tiene 40 años lo dejaremos hoy de lado).

Joyce nos va a ofrecer una manifestación temprana de sus preocupaciones cuando escribe, a los 16 años, The Study of Languages, donde ya encontramos algunas de las ideas que vendrán a ordenar el desarrollo posterior de su poética: la teoría de la impersonalidad, el lenguaje como máximo exponente de la verdad, y la historia de las palabras como base para conocer la historia de los hombres  (Eco 1993: 10).

Observamos, por nuestra parte, la firmeza con la que Joyce se agarra, necesariamente con escasas lecturas, a posiciones que va a mantener de por vida, algo que viene a poner algo entre paréntesis el papel de las influencias. Parece indudable que hay una elección precoz de Joyce sobre las mismas.

Eco no va a demorarse en ofrecernos con total transparencia cuál va a ser el hilo conductor de su libro. Éste no será otro que desvelar

“la oposición entre una concepción clásica de la forma y la exigencia de una formulación más dúctil y abierta de la obra y del mundo, una dialéctica del orden y de la aventura, un contraste, nos dice, entre el mundo de las summae medievales y el mundo de la ciencia y de la filosofía contemporáneas” (Eco 1993: 11).

Retengamos la visión de una problemática entendida como oposición entre dos concepciones donde termina decantándose por la segunda pero sin perder el ropaje de la primera. En el borne entre un mundo y otro encontramos dos figuras clave, dos pasadores. Joyce utilizará a Giordano Bruno (con su idea de la dialéctica terrestre de los contrarios) y a Nicolás de Cusa (con su coincidentia oppositorum) para introducir de contrabando en el pensamiento escolástico un planteamiento moderno del arte. Añadimos nosotros que Eco no se fija en la simpatía de Joyce por Bruno como hereje, no es esto lo que le interesa.

Queda entonces despejada la tesis de Eco en el sentido en que Joyce no termina eligiendo entre las dos, sino que mantiene activa la polaridad de esta dialéctica, de esta oposición entre lo medieval y lo moderno, porque aunque su concepción se decante por lo moderno no abandona nunca la herencia medieval de la que parte.

Unas páginas más adelante leemos que

“la búsqueda de una obra de arte que constituyera un equivalente del mundo se movió en Joyce siempre en una sola dirección: del universo ordenado de la Summa, que le había sido propuesto en la infancia y en la adolescencia, al universo que se extiende en el Finnegans Wake, un universo abierto, en continua expansión y proliferación, que al fin y al cabo debe tener un módulo de orden, una regla de lectura, una ecuación que lo defina, una forma” (Eco 1993: 19).

Se trata de una nueva formulación, pero sin dejar de plasmar la tensión interna entre orden y deriva que ya veíamos, si bien mostrando ahora cómo recorre la obra de Joyce en su diacronía. Recordamos nuestra impresión: Eco detecta una problemática fundamental, reflejo de algo irresoluble, y que explica acudiendo a una dialéctica. Para nosotros la problemática es reveladora de un tropiezo en otro orden de cosas.

A continuación Eco se pregunta por el significado de esta persistencia de la mentalidad medieval, de este ropaje que era fruto de su educación con los jesuitas, para introducirnos en los principios básicos de lo que es el pensamiento medieval.Entresacaré sólo los aspectos fundamentales.

Los orígenes medievales de la poética de Joyce

Para el pensador medieval la obra de arte, en la que incluye lo que nosotros llamamos artesanía, es la forma que el hombre encuentra para reproducir las reglas del orden cósmico, reglas que no pueden ser sino universales. Reproducir. En este sentido, el arte viene a reflejar, no la personalidad del artista, sino precisamente su impersonalidad. El arte es pues un analogon del mundo. La idea del artista como creador es ajena al mundo medieval. Eco nos recuerda que la noción de impersonalidad también le viene a Joyce de la mano de autores más modernos, como Flaubert, pero es evidente que el atractivo que siente por esta noción tenía orígenes medievales.

La operación que hace Joyce sobre esa concepción medieval se resume en una sustracción de la figura de Dios, suprime la trascendencia divina. Una operación donde encontramos como antecedentes a los que Joyce toma como maestros, Bruno y Nicolás de Cusa. La figura geométrica simplificada que correspondería al esquema medieval sería necesariamente el triángulo, con Dios en la cúspide organizando jerárquicamente el universo. Una vez sustraída la trascendencia del Padre como garante, la figura resultante que domina la obra de Joyce es, para Eco, el círculo, o bien una espiral cuyos extremos se unieran (Eco 1993: 21).

Yo tiendo a imaginármelo como una sucesión de espirales que se conectan, pero conservando una fractura entre ellas, para dar cuenta de los saltos artísticos que son marca de la casa, los saltos en el telar de la fábrica Joyce. Por ello, para mí, el inicio no se termina enlazando sin más con el comienzo. Sin duda esto está, pero también se manifiesta un empuje constante hacia lo abierto, un punto de fuga que se insubordina ante la lógica circular existente, una diseminación que no se deja atrapar, por mucho que Joyce lo intente multiplicando las redes simbólicas.

Si observamos cómo se concreta la plasmación estética del modelo medieval, nos encontramos, por ejemplo, la técnica del inventario, término que fue acuñado por el crítico Hugh Kenner en 1962 para dar cuenta del modelo enciclopédico medieval, y que en términos retóricos clásicos se conoce como la enumeratio. No obstante, conviene recordar que lo medieval recoge toda una tradición que no solamente es clásica, –recordemos la descripción enumerativa presente en la Ilíada–, sino también la del llamado pensamiento primitivo, tal como explica Lévi-Strauss en La pensée Sauvage.

Esto es cierto, y sin duda a todo lector de Joyce la enumeración en lista le resultará familiar, pero volvemos a tener problemas a la hora de explicárnoslo en términos de elección. Hay algo en la aplicación de esa técnica que nos convence de ser, aparte de medieval, etc., genuinamente Joyce. Todavía no sabemos decir por qué. Tratemos de avanzar. No sólo encontramos esta técnica en numerosos pasajes del Ulises, observamos que guarda también una afinidad con el concepto primero de epifanía. Se trata de un punto insoslayable sobre el que gravitará buena parte de lo que queremos desarrollar hoy.

Recordemos primero cómo queda definida en la clásica cita de Stephen, el Héroe:

“Por epifanía entendía una súbita manifestación espiritual, bien sea en la vulgaridad de lenguaje y gesto o en una frase memorable de la propia mente. Creía que le tocaba al hombre de letras registrar esas epifanías con extremo cuidado, visto que ellas mismas son los momentos más delicados y evanescentes.” (Joyce 1978: 216)

Si pensamos la enumeratio como una caja registradora, le toca al hombre de letras hacer esa labor, una labor en la que no añade nada de su cosecha: no interpreta, no transforma, no elabora. En este estadio primero del concepto este registrar es equivalente al medieval en cuanto a la no intervención del artista y, sin embargo, algo nos dice que es Joyce y sólo Joyce. Recogemos la argumentación epistemológica de Eco para dar cuenta de la permeabilidad de Joyce hacia otras influencias que no fueran medievales. Hasta ahí, de acuerdo. Como decíamos, no ponemos ninguna pega dentro de ese plano, pero ofrecemos a continuación otra lógica para dar cuenta de las insuficiencias que surgen cuando esta lectura se estrecha demasiado.

A partir de un punto soltamos ese lastre para alcanzar otro tipo de comprensión. Si Joyce hace suya la enumeratio no es por haber leído a Santo Tomás, sino porque algo en él se reconoce allí. Lo que escribe con seis años en su cuaderno para ubicarse en el Universo[1] ya es una lograda enumeratio, aparentemente creada ex nihilo por él (Joyce 1989: 16). Pero también es algo más. La acompaña de un uso bien particular. Apunta a algo más que la buscada ubicación, que la inserción en una jerarquía de lugares. Es una respuesta ante la cosa en la palabra, ante la cosa en la palabra que es extraída y colocada como cosa, más allá del sentido. Esta problemática, para nosotros absolutamente fundamental, es por completo ajena al planteamiento de Eco (lo que, por supuesto, no impide que nos sirvamos y aprendamos de sus desarrollos). Sigámosle pues un poco más para ver cómo argumenta que Joyce haga pasar de contrabando una estética original casi como si fuera un comentario a las ideas de Santo Tomás (Eco 1993: 24).

Una vez que Joyce se sacude la ortodoxia puede abrirse a nuevas influencias. Eco las agrupa ahora en dos corrientes: por una parte tendríamos a los simbolistas y los poetas del renacimiento céltico, Pater y Wilde; por otra, a Ibsen y el realismo de Flaubert. Joyce producirá cuatro textos fundamentales en esos años: Drama and Life (1900), el ensayo Ibsen’s New Drama (1900), el panfleto The Day of the Rabblement (1901) y el ensayo sobre el poeta irlandés James Clarence Mangan (1902). Recordemos que el escritor nació en 1882, tiene por tanto entre 18 y 20 años

Estas diversas influencias se resolverán bajo los parámetros de esa tensión destacada por Eco entre la oposición y la continuidad. El erudito italiano nos advierte que los cuatro textos ofrecen en realidad líneas algo contradictorias entre sí, pero representativas de las aspiraciones opuestas que seguirán presentes en toda su obra. Y será justo a partir de entonces que se observe una asombrosa convergencia de tres actitudes muy distintas en su origen, –la preocupación realista, la concepción romántico-decadente de la palabra poética y la forma mentis escolástica– tal como quedarán plasmadas en Stephen, el Héroe y en Retrato del artista adolescente. En estas obras se nos ofrece una estética decantada y también teorizada, paso previo para que podamos abordar el tema de la epifanía.

Los cinco temas de la estética del primer Joyce

Resumimos la clasificación que nos ofrece Umberto Eco (1993: 31 y sig.) sobre la estética de Stephen. Nos detendremos algo más en los puntos dos y cinco, que me parece que guardan una conexión particular sobre lo que aquí nos interesa, concretamente entre la impersonalidad de la obra y la interpretación que hace Stephen de la claritas tomista, base sobre la que alumbrará su concepto de epifanía.

1. La subdivisión del arte en tres géneros: lírico, épico y dramático.

La discusión sobre géneros es bastante escolástica y su origen lo encontramos en Aristóteles. La novedad es que Stephen la desarrolla de manera ascendente, de tal manera que la forma dramática sería para Joyce la verdadera forma de arte.

2. La objetividad y la impersonalidad de la obra.

Cuando elabora esta teoría ya conoce concepciones bastante próximas, sobre todo de Mallarmé, aunque se diferencia de ésta en cuanto en Joyce la obra aspira a ser el sucedáneo de la vida y no el medio hacia una vida perfeccionada. Mallarmé, más platónico, está interesado por la ausencia. Joyce es, en cambio, más aristotélico, le interesa sobre todo la presencia. Pero también encontramos una sintonía con Baudelaire, con Flaubert –cuyos comentarios sobre Madame Bovary, donde el artista es presentado como el Dios de la creación, invisible pero todopoderoso, tienen algo más que un aire de familia–, incluso con su compatriota Yeats, a pesar de su famoso desencuentro. En definitiva, está claro que este criterio responde a una idea extendida en su época, que será sistematizada posteriormente por Pound y Eliot.

A esto se sumarían las influencias de las formulaciones estéticas de Santo Tomás que, siendo medievales, no podían ir en la línea de expresar la personalidad del artista sino todo lo contrario. La obra, como objeto bello, expresaba su propia legalidad y no la de su artífice (Eco 1993: 35). Pero no cabe duda que Joyce utiliza las influencias medievales y modernas a su antojo, como venimos subra-yando, y buena prueba de ello la encontramos en la conversación con Lynch cuando Stephen se dispone a hablar del papel del artista, precisando entonces que necesita una nueva terminología inexistente en el corpus escolástico.

3. La autonomía del arte.

Aquí Eco vuelve a insistir en su tesis. Stephen hace pasar una teoría moderna del arte por el arte a través de las fórmulas de Santo Tomás. Un ropaje que, recordamos, deja en realidad de lado aspectos básicos del mundo medieval, un mundo que, además de no distinguir arte y artesanía, tiene una visión unitaria y jerarquizada, donde la belleza de la obra está ligada tanto a su calidad formal como a su finalidad.

4. La naturaleza de la emoción estética.

Ajena al juego de los instintos tanto como a los principios éticos, la emoción estética es concebida como un éxtasis, un detenerse de la sensibilidad, provocado, prolongado y disuelto, como dice Stephen, por el ritmo de la belleza (Joyce 1989: 232). Su concepción es, pues, estática.

Añadiremos nosotros lo significativo que resulta excluir de su concepción estética el dinamismo de las pasiones. Por mucho que esto tenga una arraigada tradición filosófica, que no ha sabido nunca qué hacer con el exceso pulsional que nos desubica como sujetos, los argumentos que expone Stephen sobre el cuerpo como un mecanismo que reacciona pasivamente a estímulos internos son llamativamente pobres. Stephen muestra a lo largo de Retrato su permanente incomodidad ante el surgimiento del deseo. Cada vez que aparece sobreviene un impasse del que sólo se sale en fuga: ¡Partir!

Esto es corroborado también por su interpretación de la katharsis aristotélica, donde se abandona el sentido dionisíaco, de purificación realizada a través de una vivencia identificatoria, a través de una explicación cinética de las pasiones, para entenderla escuetamente como cesación de los sentimientos de piedad y terror. De esta manera Joyce objetiva las pasiones dentro de la estructura dramática de la obra, en la línea que veíamos antes de despersonalización conducente a la stasis y al sentimiento de alegría.

5. Los criterios de la belleza.

Llegamos a la parte que ha sido más extensamente comentada. Nos detendremos sólo en lo fundamental. Stephen desarrolla en la conversación con Lynch lo que la tradición llama los criterios formales de belleza, tal como aparecen en la Suma Teológica que redactara Santo Tomás en el s. xiii: la integritas o perfectio, la proportio o consonantia y la claritas, que Stephen traduce como wholeness, harmony y radiance (integridad, armonía y luminosidad).

Eco explica que los tres criterios son, para la concepción escolástica, las condiciones de perfección de una realidad existencial, de una estructura que se enfoca mediante una visio y se aprecia en cuanto estructuralmente completa, capaz por ello de satisfacer nuestras exigencias de equilibrio y de acaba-miento (Eco 1993: 40). Curiosamente, Eco empieza por la segunda, por la proportio (proporción matemática, ritmo, relación y armonía), de cuyo concepto dependería la integritas, al ser ésta la adecuación a lo que la cosa debe ser (satisfacción de sus estructuras subyacentes). Por último, la claritas, más allá de términos físicos de luz y color, debe entenderse como la capacidad autoexpresiva del organismo que se dispone a aprehender la cosa como hermosa antes que como verdadera.

Stephen hablará en Retrato de etapas sucesivas de la aprehensión estética, esto es, un proceso de la mente destinado a aprehender las relaciones de lo sensible. Encontramos la primera diferencia en el concepto de imaginación del que parte, que proviene más bien de la tradición romántica. En cuanto a su idea de percepción, ligada a lo sensorial, podemos remontarla al obispo Berkeley (esse est percipi), pero no antes. Teniendo esto presente, su visión de la integritas no podemos decir que se ajuste a la tomista, que era un hecho de perfección sustancial, por tanto, más ontológica, y no de mera delimitación espacial vía sentidos, según se desprende de lo dicho por Stephen cuando aísla el objeto como una sola cosa. Su idea de proportio o consonantia es, en cambio, plenamente coincidente con Santo Tomás. Se trata de sentirla como una cosa, a partir de una coherencia interna como objeto derivada de la relación entre sus partes.

Pero el concepto que resulta ser crucial en el ordenamiento de Stephen es, sin duda, el de claritas. Stephen empieza corrigiendo una inicial interpretación del término en una línea platonizante según la cual Santo Tomás habría pensado en una especie de idealismo, por el que la suprema cualidad de la belleza sería una luz extraterrena, de cuya noción la materia no sería más que una sombra. Tacha esto de literatura e interpreta a continuación la claritas como quidditas, como esencia del ser. Es una solución tan sencilla como genial. A continuación leemos el espectacular pasaje donde Stephen pone el ejemplo de la cesta, primero aprehendida por los sentidos como una sola cosa (integritas), luego, por la coherencia entre sus partes, como cosa (proportio), hasta el momento en que, siguiendo esta ascesis, “ves entonces que aquella cosa es ella misma y no otra alguna”  (claritas) (Joyce 1989: 240). Eco subraya lo sutil y acertado que resulta Joyce dando esta interpretación, un terreno en el que no pocos expertos patinaron.

No obstante, a pesar de haber dado en el blanco de aquello sostenido por el teólogo de Aquino, Stephen pasará a continuación a aplicar la claritas en un desarrollo más personal. Apoyándose en influencias románticas –del poeta Shelley, cuando compara ese estado particular de la mente con el carbón encendido que se extingue, y del fisiólogo italiano Galvani– Stephen interpreta ese momento como la stasis de la delectación estática, hablando en términos de encantamiento del corazón (Joyce 1989: 241).

Como vemos, la dificultad para dar una interpretación satisfactoria sobre la formalización del conjunto de elecciones que sostienen la poética de Joyce –aun la del joven Joyce–, es manifiesta. Trataremos de avanzar un poco más en el siguiente apartado, que es propiamente el tema que me gustaría tratar hoy, tanto en su sincronía como en la evolución del concepto, su diacronía. No deja de ser significativo que, mientras en Stephen, el Héroe la epifanía se identifica directamente con la radiance, en Retrato Stephen ni la nombra.

El concepto de epifanía y su evolución

Nos metemos ahora en el conjunto de las influencias más recientes que utiliza Joyce en la elaboración del concepto de epifanía. Es lo que desarrolla Eco en el apartado que anuncia el paso de la escolástica al simbolismo. Tenemos primero que diferenciar entre concepto y término. Joyce recibe el concepto de Walter Pater, figura clave del esteticismo inglés de la segunda mitad del siglo xix, que tuvo una influencia decisiva en la cultura anglosajona de fin de siglo. Pater fue un ensayista, crítico literario e historiador del arte, además de ejercer como profesor en Oxford, donde fue maestro y mentor de Oscar Wilde. De sus libros destacan especialmente dos: el que se consideró la biblia del esteticismo, su novela Mario el epicúreo (1885), de la que Yeats dijo que había sido el único libro sagrado de su generación; y sus Estudios en la Historia del Renacimiento, cuya primera publicación data de 1873 (con sucesivas ampliaciones en los años siguientes hasta alcanzar su configuración definitiva en 1893). Se encuentra allí descrita su posición ante el arte y ante la vida, que llegó a producir una verdadera conmoción en la época. Es famoso, por ejemplo, el escándalo con el que fueron recibidas algunas de sus líneas por parte del obispo de Oxford. Yendo a las que aquí nos conciernen leemos, por ejemplo:

la pasión poética, el anhelo de belleza y el amor del arte por el arte, poseen en grado sumo esta sabiduría (para la vida). Pues el arte llega a nosotros con el fin único de aportar a nuestra breve existencia una cualidad sublime, simplemente por amor a ese momento fugaz.” (Pater 1999: La escuela de Giorgione)

Pero es en su famosa Conclusión de dichos Estudios donde encontramos los fragmentos que mejor describen esos momentos epifánicos que sin duda dejaron su huella en Joyce, y aunque se discute su importancia, –hay al menos un libro dedicado a explorar la influencia de Pater en Joyce (The Dialectics of Sense and Spirit in Pater and Joyce, de Frank Moliterno)–, se tiende a dar casi por un hecho probado. Allí leemos pasajes tan significativos como el siguiente:

Mientras todo se licúa bajo nuestros pies, es posible que podamos aprehender alguna pasión exquisita o alguna contribución al conocimiento que parezca liberar por un momento el espíritu al ensanchar el horizonte, o bien alguna conmoción de los sentidos, extraños matices, extraños colores y olores curiosos, o bien la obra de las manos de los artistas o el rostro de un amigo.” (Pater 1999: 179-83)

Esta predisposición artística hacia la vida resumiría a la perfección el esteta inglés de fin de siglo, dedicado por entero a edificar su vida sobre la magia del instante fugaz. Joyce filtrará y rechazará la languidez propia del esteta quedándose con el resto, la unión arte y vida. Tampoco le va a interesar la descripción de la realidad que da Pater. Diríase que Pater tendría una influencia heracliteana que le haría representarse el mundo en un estado de fugacidad permanente donde el artista tendría a su alcance promover aquellos momentos de éxtasis encargados de dar una firmeza a la vaporosa realidad, mientras que para Joyce el objeto es más bien estable, incluso demasiado estable (Eco 1993: 46).

Por nuestra parte, añadimos a este fino análisis de Eco la percepción de una lógica interna que creemos que sustenta ambas decisiones de Joyce. Por un lado, su fragilidad fálica impide cualquier investimento narcisístico del cuerpo. Estamos bien lejos del dandismo, eso está claro. Y por otro, Joyce no tiene que ir a buscar, ni tampoco fabricar esos momentos exquisitos puesto que están ahí. Esos momentos se le imponen. Y que se le impongan quiere decir que el registro de la realidad no es sólo imaginario para él, está cargado de un real que brota, que le llama, que le hace mueca, unas veces del lado sublime y otras desde su reverso del horror.

A continuación, Eco aprovecha la influencia de Pater para volver a incidir en su tesis principal. Es una cita magnífica:

“Nos damos cuenta entonces que todo el armazón escolástico que Stephen, arteramente, había erigido como soporte de su perspectiva estética no servía sino para sostener una noción romántica de la palabra poética en cuanto revelación y fundamento lírico del mundo y del poeta como único ser capaz de dar una razón a las cosas, un significado a la vida, una forma a la experiencia, una finalidad al mundo.” (Eco 1993: 47)

La epifanía vendría a ser para Eco el procedimiento por el cual lo real se descubre, al mismo tiempo que es definido y encauzado en el discurso. Perfecto. Convergencia casi total con Eco, sólo los acentos cambian. Naturalmente eso real que se descubre, que para Eco es lo verdadero, es donde nosotros vemos la emergencia de un exceso, un real en el sentido lacaniano, que es tratado por Joyce con el lenguaje, ciertamente, pero como recorte de discurso, rompiendo el lazo del sentido, ofreciéndolo como un ready-made de la lengua porque para él lo es. Y lo es, no de manera buscada como el esteta, sino porque se le impone, como decíamos, en momentos precisos de desconexión con el fluir de la realidad, como por otra parte no se cansa de repetir Stephen.

Hasta aquí lo referido al concepto de epifanía. Nos queda, como anunciábamos, el término en sí. Parece que podemos dar por válido el origen que Eco aventura (1993: 51), y que es referido a la lectura que hace Joyce del novelista y poeta italiano D’Annuncio, concretamente a su novela Il Fuoco, de 1900, de la que se tiene constancia del gusto que Joyce le profesaba y cuya primera parte se titula, precisamente, Epifania del Fuoco. Sólo añadir por nuestra parte que Joyce hace valer con ello lo que es una constante en toda su obra, la utilización de términos religiosos para sus propios fines. Una de las maneras en que se plasmará su non serviam.

Eco despliega a continuación –y con ello entramos en la última parte que quería desarrollar hoy– el progreso, la evolución del concepto de epifanía, desde su origen en el famoso cuaderno que tituló Epifanías, y que sería la primera tarjeta de visita del joven artista, a las novelas Stephen, el Héroe y Retrato del artista adolescente, pasando por el libro de cuentos Dublineses. Dicha evolución iría del mero recorte de realidad original a la inserción de la epifanía en el cuento –en el caso de cada uno de los cuentos de Dublineses– haciendo que todo él se articule y funcione para dar alcance a ese momento único. Se trata del paso del registro de un momento emotivo a hacer de éste aquello que organiza el conjunto de la obra. Y, con ella, no lo olvidemos, la vida misma. De esta manera el artista termina siendo, según dice Stephen en Retrato,

el sacerdote de la eterna imaginación, capaz de transmutar el pan cotidiano de la experiencia en materia radiante de vida imperecedera.” (Joyce 1989: 250)

No perdamos de vista, por último, que aquello que leemos en Retrato no pretende ser enteramente un manifiesto estético sino que está también al servicio del retrato de un Joyce que ya no existe, lo cual no impide que muchos de sus principios estéticos sigan siendo válidos para definir también sus siguientes obras (Eco 1993: 58). Todo parece indicar que aquello que motivó el proceso de cambio de la epifanía no es ajeno a aquello que la produjo –una sensibilidad frente a algo en la palabra que tiende a desconectarse e imponerse–, y tampoco diferente, en esencia, de aquello que va a producir en Joyce sus sucesivos saltos artísticos, de Retrato a Ulises, de Ulises a Finnegans Wake.

Un ejemplo de epifanía tardía: la muchacha pájaro

El ejemplo por excelencia de epifanía tardía sería, para Eco y también para muchos comentadores, aquel que aparece en un momento cumbre de Retrato, conocido como el de la muchacha-pájaro, donde Joyce da el último paso en su proceso de formalización activa, por parte del artista, al llevar al límite la estrategia de la sugestión verbal que produzca el milagro de la epifanía. Recordemos cómo lo logra.

Stephen venía de rechazar definitivamente la propuesta formal que le ponía en bandeja el camino del sacerdocio, un anhelo infantil coincidente con el sueño de su madre. Este valiente paso le deja falto de referencias y emprende un inquietante paseo por un lugar fóbico para él, la playa. Allí tendrá –no me detengo en ello– la primera visión del día, la que le otorga asunción de su apellido artístico por intercesión del creador del Laberinto (Dédalo). El camino a la libertad creadora que emprenda la figura alada va a buscar primero a su alma gemela, su compañera de vuelo.

Y sigue paseando por la playa, ubicado ya en esta primera nominación, hasta que se produce el encuentro que desencadenará la epifanía. Stephen se detiene y describe lo que ve. Primero enmarca la escena bajo tonos angelicales. Después se fija en la figura de la niña. Y la segunda visión se produce. “Parecía que un arte mágico le diera la apariencia de un ave de mar bella y extraña” (Joyce 1989: 192). Para entregarnos a continuación su prodigiosa descripción del cuerpo de la muchacha. Unas cuantas líneas para tocar el cielo de la literatura. Su belleza es extraordinaria. Las palabras acarician sus muslos de marfil, con el detalle del alga adherida, prendida a su carne, hasta llegar a la altura de la cadera y a la descripción del fino encaje de su prenda íntima. Es entonces cuando sobreviene la transformación de su cuerpo en un ave de mar, como si el joven Stephen no pudiera albergar de otra manera sus emociones, o no tuviera herramientas para sublimarlas, sino no es a través de un salto en el orden de la realidad, la metamorfosis. Y sólo después, una vez superado el obstáculo –debido, no lo olvidemos, a la sobrecarga de intensidad de las braguitas como objeto fetichista, sumada a la visión del torso de la niña– puede Stephen retomar la descripción ya humana de su cabeza.

Queda todavía el detalle decisivo. En esa detención del universo se va a producir el último movimiento, el que desencadena el milagro. La niña ha percibido su adoración y se vuelve para mirarle, sosteniéndole una mirada, como nos dice el narrador, que no es ni provocadora ni vergonzosa. Y así permanece largo tiempo antes de volver la vista a nuevos e infantiles quehaceres. Nada más. Nada más necesita ser dicho para provocar el prodigio que haga exclamar a Stephen en un estallido de pagana alegría: “¡Dios del cielo!” (Joyce 1989: 193).

Lo dejo aquí. Os puedo remitir para un estudio más ampliado al análisis de las tres fantasías de mi libro, donde, no obstante esta maravilla, decanto mi preferencia por la tercera fantasía, la de Mulier cantat. Creo que lo hago porque la epifanía en sí no es producida por una visión o por una mirada, sino por el efecto de la palabra latina, por su sonoridad, ofreciendo magistralmente, mediante un juego de exquisitos desplazamientos perfectamente sublimados, la desconexión salvadora con respecto a cualquier significado posible. Además, intento ofrecer allí una visión del conjunto de las tres fantasías, donde destaca ese aire virginal y vaporoso, para contrastarlo más adelante con la potente carnalidad ofrecida en su siguiente novela, Ulises, particularmente a través del pleno de goce de Molly Bloom (Marco 2015: 68-81).

Alguna conclusión

He dejado para el final los exquisitos trabalenguas que utiliza Eco para afinar la sutileza de la concepción joyceana de la epifanía en su estadio más evolucionado, separándose por tanto del modelo tomista, puesto que el objeto no se revela como antes por sí mismo, sino por convertirse en un emblema del momento interior de Stephen. Una explicación de la que ya he ofrecido el matiz de mi discrepancia, pero sobre la que incluso me atrevería a afirmar que el mismo Eco también discrepa captando el corazón de lo que está verdaderamente en juego. De esta manera interpreto los siguientes malabares lingüísticos de nuestro inspirado erudito:

“El objeto que se epifaniza no tiene, para epifanizarse, otro título que el de haberse epifanizado. (…) Y notamos siempre que el hecho nunca se epifaniza porque sea digno de epifanizarse, sino que, por el contrario, resulta digno de haberse epifanizado porque, en efecto, se ha epifanizado.” (Eco 1993: 52-3).

La magnífica sensibilidad de Eco da aquí en el blanco yendo mucho más lejos de lo cernido por su, por otra parte, exquisito desarrollo teórico, al romper la temporalidad lineal, abriéndose así al régimen de la retroactividad. Pero desgraciadamente, me parece, no saca las consecuencias de este acierto. Movido por una concepción de sujeto que decide sobre las influencias que están a su alcance o que las busca para sus propios fines, me inclino a pensar que Eco limita el alcance de lo que está en juego. Me ha interesado hoy sostener una perspectiva que termina siendo totalmente divergente. Una perspectiva que lee lo que el autor plantea y el apuro con el que lo teje a su vida.

Creo que podemos afirmar que Joyce cogió las influencias que le valieron para lo suyo, llevado por un hacer frente a una fractura y adecuado a esa fractura. Ese hacer particular es lo propio de Joyce. Ahí, él, no transformó: inventó. Joyce reacciona a una emergencia por fuera de la realidad que tiene la potencia destructora de transformarla por completo. Y elude el daño cuando efectúa una exitosa desconexión. Pero esto tiene poco que ver con la voluntad del artista, lo que motivará que quede elidido en la argumentación que proporciona Eco. Por ello, la explicación de Eco, según la cual la doctrina de la epifanía se encontraría finalmente en oposición con lo que fue su origen tomista de la claritas, –recordemos, la nueva instituida actitud de un artista creador desarraigando el objeto de su contexto, donde en el medievo se trataba, modestamente, de un rendirse al objeto y a su esplendor–, nos parece insuficiente.

Para avanzar teóricamente necesitaríamos echar mano de las nuevas concepciones de la temporalidad abiertas en el pensamiento contemporáneo, aquellas que sueltan el lastre de la simple linealidad y se abren al acontecimiento, temporalidades de la retro-actividad, del après-coup, u otras más cercanas al kairós griego, al tiempo que requiere cada cosa para pasar de un estado a otro. Y, paralelamente, pensamos que se precisaría avanzar en un concepto de autoría que fuera distante tanto del modo de abordaje de Eco como también de la teoría de la muerte del autor, aquella que tuvo como principales valedores a Barthes y Foucault, a finales de los años 60’.

Creemos que ninguna de ellas atiende suficientemente al goce del sujeto, un goce no subsumible en su dependencia al Otro. Un problema éste que nos parece insoslayable para abordar la obra de Joyce, porque

“el análisis exclusivamente estructuralista elude afrontar el espinoso problema del uso, en términos de goce, que hace el autor de la obra. No podemos pasar por alto una omisión de tal alcance, y menos que nadie si pensamos en Joyce, cuya obra tiene una implicación con su vida verdaderamente mayúscula.” (Marco 2015: 100).

El desafío está, como señala acertadamente Sérgio Laia en su imprescindible Los escritos fuera de sí,

“en aprehender al autor y, en particular, a Joyce, en una dimensión diferente a la de una persona civil o a la de un individuo psicológico sin tener que, no obstante, circunscribirlo a una realidad discursiva o a un yo de papel”. (Laia 2006: 101).

El breve e impactante texto de Roland Barthes, La muerte del autor (1968), tiene el indiscutible acierto de desmontar el socorrido acercamiento al autor, a su biografía, para explicar su obra, ofreciendo a cambio un desplazamiento del autor al lector. Barthes data, de manera impecable, el inicio de este giro en Mallarmé. El acento puesto en la impersonalidad del artista es imprescindible para dejar que la obra o, mejor dicho, el lenguaje, hable. Este dejarnos desasistidos de referencias biográficas, históricas, etc., nos obliga a confrontarnos directamente con el texto, con el lenguaje. Pero me temo que Barthes radicaliza en exceso este giro hacia el lector y hacia el lenguaje, derribando un dios para sustituirlo por otro. Su idea de la escritura como destrucción de la voz y del origen, por atractiva que pueda resultar, y aun teniendo un núcleo de verdad, elude también aspectos esenciales.

Pocos meses después del histórico texto de Barthes, Michel Foucault daría su no menos célebre conferencia ¿Qué es un autor? (1969), ahondando en la línea de “quitarle al sujeto (o a su sustituto) su papel de fundamento originario, y analizarlo como una función variable y compleja del discurso”. (Foucault 1999: 350).

De esta manera, Foucault emprende un concienzudo análisis de aquello que queda tras la desaparición del autor, que denomina la función-autor, en el marco del estudio de las discursividades, en parte, alejándose de lo que creo es lo más valioso de la línea abierta por Barthes, la de la lectura. Me parece que Foucault termina demasiado absorbido por las condiciones que organizan los saberes y los discursos, condiciones históricas sobre todo, desatendiendo –y en esto coincidiría con Barthes– lo que aquí venimos apuntando como fractura del sujeto en su encuentro con aquello que no se deja domesticar por un discurso, sea éste el que fuere.

He intentado mostrar lo ineludible de un análisis que, sin caer en el sujeto biográfico para explicar la obra, no eluda de paso el problema del sujeto y el encuentro con el goce, reduciendo el problema al estudio de una escritura, hermanada exclusivamente con otras escrituras. Ambas visiones lastran el estudio de una obra y máxime en el caso de Joyce, paradigma como pocos de la erroneidad de tal visión dicotómica.

Tendríamos que preguntarnos qué la hace tan atractiva para que se retorne a ella una y otra vez. Mi impresión es que constituye una defensa, una querida defensa, que despliega respuestas sin parar, de un lado o del otro, intentando tapar con sus explicaciones el agujero que el texto excava en nosotros.

Para terminar, me gustaría recordar lo que Richard Ellmann señala en las primeras páginas de su biografía sobre el hacer particular de Joyce, un hacer que consiste en transformar lo ordinario en extraordinario (Ellmann 1983: 5). Algo que es cierto, pero que quizás podríamos afinar hoy un poco más. Éste es el detalle, tan mínimo como esencial, con el que me gustaría que nos quedáramos, y que nos servirá de punto de partida en la siguiente intervención sobre los murmullos. No se trata, estrictamente, de que Joyce transforme lo que llamamos ordinario en extraordinario, porque lo ordinario ya es para él, de entrada, otra cosa, ya es extraordinario. No operando el registro fálico, algo ha parasitado lo ordinario con sus destellos. Dicho de otra manera, en Joyce lo extraordinario (lo real en Lacan) se manifiesta en lo ordinario (lo imaginario-simbólico). Joyce tuvo el talento y la fortuna de trabajar exitosamente sobre esa imposición o con esta confusión de registros.

Veremos mañana el fracaso que representa Louis Wolfson en su acción con el parásito que ha colonizado la palabra.[3]

Notas

[1] Una primera redacción del texto fue publicada como parte integrante de Obra Abierta (Eco 1962), posteriormente revisada, ampliada y publicada como obra independiente en 1982.

[2] Stephen Dédalus, Clase de Nociones, Colegio de Clongowes Wood, Sallins, Condado de Kildare, Irlanda, Europa, El Mundo, El Universo. Una lista que Stephen lee en ambas direcciones hasta desprenderse del sentido de las palabras.

[3] Puede seguirse la segunda parte de esta ponencia en el artículo El tejido Joyce (II): Murmullos, sección James Joyce vida y arte de www.cilajoyce.com.

Bibliografía

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