El consejo de Lacan sobre cómo acercarse a la verdad

Lacan preconiza en La cosa freudiana –un texto que amplía una conferencia de finales de 1955– su famoso “retorno a Freud” para hacer sentir el alcance del descubrimiento del inconsciente porque, según dice, “pone en tela de juicio la verdad”[1]. Éste será el eje sobre el que va a hacer pivotar el texto entero y el que utilizará para desplegar su crítica a los desvíos de los postfreudianos, en especial a la corriente americana de la Psicología del Yo. Pero el combate de Lacan, mucho más allá de las referencias a las batallas de la época, tiene un calado verdaderamente universal. El posicionamiento ético del que parte afecta y afectará, ayer y hoy, tanto a la clínica como a la teoría psicoanalítica, pues la tentación de disolver los siempre incómodos aportes del descubrimiento freudiano no deja de ser un peligro constante. En este caso, es nada menos que la posibilidad del acercamiento a la verdad lo que está en juego. Como veremos, allí Lacan va con todo, un empuje que partirá de hacer hablar a la verdad misma, para acabar ofreciéndonos en los párrafos finales, y tras el velo de Freud, su consejo para no perecer en la jugada.

1.

El mito es una máquina del pensamiento para tratar lo intratable. Creará nombres, figuras, relaciones, mutaciones. Uno de esos nombres es “la verdad”, y Lacan acude al mito de Diana (Artemisa) y Acteón para ejemplificar lo intratable que supone la relación con la verdad. Empieza diciendo, de una forma velada, antes de la prosopopeya donde la verdad toma la palabra, que “no es fácil reconocer una verdad después de que haya sido recibida una vez”[2]. Se entiende, después del despliegue hecho por Freud, que Lacan pone en el lugar de Acteón –aquel que llevado por su pasión investigadora termina desvelando los misterios más ocultos–, y donde, deducimos, sus seguidores son sus perros, los que no estando a su altura acabaron desnaturalizando su enseñanza.

Del mito aprendemos cómo el descubrimiento de la belleza de Diana, que permite a Acteón el acceso a la visión de la desnudez, de la intimidad prohibida de aquella que decidió mantenerse virgen, es castigado por la diosa con la metamorfosis de aquél. Diana salpica a Acteón con el agua de la gruta donde se baña, transformándolo en un venado que sus propios perros acabarán despedazando. Leemos cómo Ovidio puso en boca de Diana el oracular designio, la enigmática profecía:

Ahora ve a contar que me has visto sin velo; si puedes contarlo, no hay inconveniente.[3]

Antes de proseguir nuestro desarrollo es preciso destacar al menos dos referencias fundamentales que se presentan en diálogo o inspiración con el texto de Lacan. La primera y más evidente es la de Sartre y la utilización que hiciera en El ser y la nada (1943) del mito del cazador Acteón como paradigma del investigador deslumbrado por la belleza que sorprende. “El investigador, nos dice Sartre, es el cazador que sorprende una desnudez blanca y la viola con su mirada[4]. Se refiere aquí a un llamado “complejo de Acteón” donde, tras equiparar el conocimiento como símbolo de apropiación a la caza, lo termina remontando a los más primitivos de la alimentación (“conocer es comer con los ojos”) y de la sexualidad.

pierre-klossowski-diana-et-acteon-2La segunda referencia es, en cambio, algo más incierta, aunque me inclino a pensar que es bastante probable que Lacan tuviera ya conocimiento de la novela de Pierre Klossowski, El baño de Diana[5], que se publicaría el mismo año que su escrito, en 1956. La relación entre ambos es conocida desde que coincidieran, veinte años atrás, en los cursos de Kojève, y el trabajo de Klossowski sobre el mito, del que también dan buena cuenta sus dibujos, lleva años produciéndose. Además, la interpretación que hace del encuentro entre Diana y Acteón ilustra magistralmente su teoría de los simulacros a partir del estereotipo, algo que entronca a la perfección con la estructura del mito, de todo mito, donde lo que tenemos son versiones en ausencia de un inexistente original. Siguiendo la estela antiplatónica de Nietzsche, con la multiplicidad de miradas que toda escena conlleva Klossowski nos señala vacío que afecta primero al lenguaje, al cuerpo y a la verdad, y del que la representación sólo podrá hacer un texto más entre otros, una ficción que vista el cuerpo desnudo, el hueco al que otorgamos el nombre de verdad. Si retomamos el designio de los versos de Ovidio –te será lícito narrar si puedes hacerlo–, Klossowski nos viene a mostrar la irrevocable distancia entre la visión de Acteón y su posibilidad narradora, entre el ver y el hablar, quedando interrumpida, por ello, toda transmisión. Puede entonces escribir Klosssowski que Acteón “ve porque no puede decir lo que ve: si pudiera decir dejaría de ver”[6], ilustrando a la perfección la dificultad que encuentra lo simbólico para precipitar en texto el real de la mirada, un agujero tan esquivo como enloquecedor.

Por último, la obra de Klossowski inspiraría unos años después un magnífico ensayo de Foucault, tan acertadamente titulado La prosa de Acteón[7], pues nos devuelve aquella narración hurtada por la ejecución del oráculo de la diosa. Así, dirá Foucault, “el lenguaje de Klossowski es la prosa de Acteón: habla transgresora”[8], el relato, velado –no puede no serlo si es verdadero–, de la desvelada diosa. Ambos trabajos acompañarán en la parte final de nuestro recorrido al gran helenista Jean-Pierre Vernant, para mostrar la otra visión, una más, del mito de Diana y Acteón. Un enfoque, como veremos, tan griego como contemporáneo, donde la diosa nos mostrará su demoníaco reverso.

2.

Volvemos ahora a La cosa freudiana para entrar de lleno, tras la primera y velada alusión al mito, en la prosopopeya de la verdad, los párrafos donde Lacan pone a hablar a la verdad. Arrancará diciendo:

Soy pues para vosotros el enigma de aquella que se escabulle apenas aparecida, hombres que sois tan duchos en disimularme bajo los oropeles de vuestras conveniencias. (…) Pero para que me encontréis donde estoy, voy a enseñaros por qué signo se me reconoce. Hombres, escuchad, os doy el secreto. Yo, la verdad, hablo.[9]

A continuación, la verdad desmentirá que ella tenga que ver con lo que han interpretado los filósofos, afirmando que ésta ni siquiera pasa ya por el pensamiento. ¿Dónde se la detecta entonces? ¿En qué registro podemos seguirla? Soltará como pista de su evasiva naturaleza que “sus actos fallidos son los más logrados[10]. Porque la verdad no está en el ser sino que vagabundea en lo que se considera lo menos verdadero en esencia: “en el sueño, en la agudeza, en el azar y no en su ley, en su contingencia[11]. Por eso Lacan reivindica tomar a Freud al pie de la letra, recordando cómo acude él, en su trabajo sobre el sueño, a la estructura del lenguaje. Nos encamina al estudio del rastro, de la huella, de su literalidad, pues sólo desde ella podemos desvelar la articulación que la organiza.

Y tras un largo desarrollo la prosopopeya de la verdad concluirá con un párrafo que nos deja estupefactos. Tras el látigo de su desafío que nos transforma en perros, ella, nuestra presa, se desvanecerá de nuestra vista, se hurtará a nuestra voracidad:

“…Buscad, perros, que en eso os habéis convertido escuchándome, sabuesos que Sófocles prefirió lanzar tras el rastro hermético del ladrón de Apolo antes que en pos de los sangrantes talones de Edipo, seguro como estaba de encontrar con él en la cita siniestra de Colona la hora de la verdad. Entrad en lid a mi llamada y aullad a mis voces. Estáis ya perdidos, me desmiento, os desafío, me destejo: decís que me defiendo.”[12]

Cita compleja y erudita donde se percibe la ambivalencia que afecta a los que se dirigen en pos de la verdad. Lacan ha invertido de entrada la iniciativa de la acción al hacer depender a los perseguidores de la propia emergencia de la verdad. Su mero surgimiento transforma en perro a quien la escucha. Después, la cita se abre a dos posibilidades donde la acción de los perseguidores pierde su dignidad. Son los perros destinados a despedazar al, a su vez, perseguidor Acteón, unos perros que pueden ser entendidos como los discípulos desviacionistas de Freud o de cualquiera que vaya en pos de la verdad, aunque también podrían aludir a los perros de los propios pensamientos que devoran al sujeto, como un poco más adelante recoge Lacan de Giordano Bruno en su Furores heroicos. Lacan ejemplifica esta ambivalencia en dos obras de Sófocles con el objeto de subrayar la reivindicación final que hiciera éste de Edipo, ese otro emblema de infatigable perseguidor de la verdad, el descifrador de enigmas que salvó a Tebas de la Esfinge, sin que por ello pudiera eludir el destino marcado previamente por el oráculo. Lacan contrapone Los rastreadores, una comedia pastoral donde los sátiros son transformados en perros que se lanzan a perseguir a Hermes tras haber robado el ganado de Apolo, y Edipo en Colona, la tragedia que fue el testamento literario de Sófocles y que acaba con un homenaje a la ciudad que le vio nacer, Atenas. Recordemos que, en Edipo en Colona, la desterrada presencia del ya anciano Edipo, fruto de la maldición que recaía sobre sus actos, se transforma por completo. De apestado pasa a pharmakós. Edipo se convierte en el emblema, en el portador de una verdad necesaria para la paz de la ciudad, y el rey que obtenga sus favores salvará de un destino funesto a su ciudad. ¿Cuál sería el resultado de la contraposición que realiza con estas dos obras? Debemos deducirlo: Acteón ha devenido en la pluma de Sófocles un Edipo no despedazado por los perros.

Por último, para terminar el apartado de la prosopopeya, Lacan eleva el tono profético y oracular dejándonos aullando tras una verdad que, destejiéndose, se nos escamotea delante mismo de nuestros ojos. De esta manera nos muestra magistralmente el juego de ocultamiento que le es propio, su carácter de inatrapable y el fracaso de toda interpretación que pretenda reducirla por la vía del significado. Sobre esta base primera se puede leer todo el texto. No es casual por ello que, en su último apartado, el dedicado a la formación de los analistas, termine volviendo a enlazar con el mito para ofrecer, en una torsión definitiva, su verdadero elixir en forma de consejo a los futuros analistas. Pero, como veremos, no conviene apresurarse, ya llegaremos a ello.

3.

Después de demorarse en nuevas alusiones Lacan despliega la máquina principal, la anunciada metáfora que dice convenir a lo que está presentando, aquella que muestra a Freud como un Acteón que moviliza a sus perros tras él mismo en esa pasión irrefrenable a la que la diosa lo empuja. Del mismo modo que Freud no se detenía hasta desvelar los entresijos de la sexualidad, siempre presentes tras la veladura de los síntomas, Acteón hará lo propio, siendo el primero en observar los más íntimos detalles de la desnudez de la diosa. En ambos casos el sexo está colocado en el lugar de la verdad y su conocimiento es una transgresión que conlleva necesariamente el castigo. En esto Acteón se emparenta claramente con Tiresias y con todos aquellos mitos en los que los dioses ponen un límite al conocimiento humano, un límite al saber.

Podría decirse que los griegos ejemplificaron así, en su buen hacer con lo real, la necesaria separación de esferas. Para ellos los dioses son su afuera real que los ocupa, una extimidad que los pone a trabajar elaborando una inacabable mitología. Los antiguos griegos produjeron así una parte fundamental del tejido simbólico que ha vestido desde entonces nuestra cultura, una cultura que vemos hoy deshilacharse. Ellos nos mostraron que algo inasible afecta a la sexualidad humana, como también a todo conocimiento posible.

Interpretamos entonces el saber como una defensa del sujeto. Embarcados como estamos en frágiles navíos cuando la tormenta azota, el saber intenta dar nombre, intenta apaciguar la sacudida que oculta nuestra curiosidad. El saber es uno de los modos de ocultarnos la castración que nos afecta, lo que Lacan expresará después como la imposibilidad de relación sexual. Cuando los hombres quieren acceder al territorio de los dioses son castigados. El astuto se mueve en la distancia, la acorta o la estira, sin acceder nunca a la fusión, a la hybris, al desenfreno. Y el que niega la distancia, la separación de las esferas, la imposibilidad de la unión perfecta en el todo, perece. Esta verdad que los griegos nos enseñan desvela el tratamiento posible al lado oculto, al límite, a eso que llamamos la verdad. …Y el mortal espejismo en el que caen los ojos cuando buscan fundirse en lo que los mira.

Los dos lados de este límite están expresados en Diana, la diosa cazadora, como sexualidad y muerte, una forma de prohibición que recaerá como castigo a la figura del transgresor, Acteón. Klossowski y Foucault nos regalan en este punto sus páginas. Y allí, nos dice Lacan, la verdad ofrece a Freud

el límite casi místico del discurso más racional que haya habido en el mundo, para que nosotros reconozcamos en él el lugar donde el símbolo se sustituye a la muerte para apoderarse de la primera hinchazón de la vida.[13]

Una maravillosa imagen poética del regalo freudiano al mundo, a la cultura, que, en la estela del trabajo del mito, prefigura una de las máximas de la llamada última enseñanza de Lacan, la que dice “lo simbólico muerde lo real[14]. Esa hinchazón de la vida, que es el encuentro con un real, pone a prueba los límites de nuestro siempre precario edificio simbólico. Bastará recordar lo que le pasa a Juanito, perturbado por lo que se le hincha entre las piernas. Además, por otro lado, ese límite del discurso está lejos de ser alcanzado por los discípulos de Freud, por lo que los despedazados son ahora estos, presa de los propios pensamientos, recordando la aportación de Giordano Bruno.

Avancemos ahora qué lectura hace Lacan del “Yo hablo” que pronuncia la verdad. Lacan nos guía por las confusiones que proliferan cuando lo que se dice oculta el decir mismo. Sucede, por ejemplo, cuando ciertos discípulos de Freud se encaminan al estudio de lo que llaman lo preverbal. ¿Qué ocurre? No se aperciben que todo es lenguaje, que éste nos precede y da forma también a nuestras pulsiones, porque seguir a Freud es repetir con él que “ello” habla, la cosa habla, y habla sobre todo donde “ello” sufre. En definitiva, “no hay habla sino de lenguaje[15], como nos viene a demostrar la lingüística a partir de Saussure. Y por eso leemos en el descubrimiento freudiano y en su permanente investigación una anticipación de los avances de la lingüística moderna, como nos lo muestra Freud desplegando insistentemente la estructura significante del síntoma. Dicha estructura organiza el inconsciente, pues se reconocen impresas en él las leyes simbólicas de la alianza y del parentesco, que Freud descubre y nombra como el complejo de Edipo, que es lo que en el inconsciente organiza el deseo sexual.

4.

Detengo aquí los desarrollos que Lacan nos ofrece en este texto, encaminados a desmontar uno a uno todos los caballos de batalla de la Ego Psychology, para acabar con él en la nueva referencia al mito con la que cierra La cosa freudiana. Vamos a los últimos párrafos de su última página. Recuerda Lacan que la acción analítica sólo se sostiene mediante su articulación con la verdad, encontrando allí un límite, pues psicoanalizar, junto con educar y gobernar, son los tres compromisos imposibles. Es preciso respetar un límite, nos dice, porque

la verdad se muestra allí compleja por esencia, humilde en sus oficios y extraña a la realidad, insumisa a la elección del sexo, pariente de la muerte y, a fin de cuentas, más bien inhumana, Diana tal vez… Acteón demasiado culpable de acosar a la diosa, presa en que se prende, cazador, la sombra en que te conviertes, deja ir a la jauría sin que tu paso se apresure, Diana reconocerá por lo que valen a los perros…[16]

Sí, la verdad es inhumana, no hay que engañarse en ello. La bella Artemisa es, a diferencia de la otra “virgen blanca”, su hermana Atenea, cruel y caprichosa. El mito nos dice que su territorio es el bosque, el margen de la civilización, el lugar donde ésta, como recuerda Jean-Pierre Vernant en La muerte en los ojos[17], se conecta con lo salvaje. Artemisa es, junto con Dionisos y la Gorgona Medusa, una de las tres deidades que encarnan para los griegos la figura del Otro, aquello no integrable en lo Uno. Artemisa permite pasajes en la frontera, tanto la que da acceso a la vida, siendo matrona en los partos, como la que da acceso a la muerte, siendo diosa de la guerra. Manteniendo siempre ese rasgo de lo impredecible, de lo Otro siempre Otro, Artemisa está en el lugar del tránsito, de la mutación, por eso es también la que no siendo madre, cría, alienta la transformación. Y si miramos desde ella, el mito ofrece otra cara. Recordemos que Lacan se atreve a mirar desde “ella”, desde la verdad, haciéndola hablar. Pero la bella Artemisa esconde un horror.

diana-et-acteon-1Podemos leer, siguiendo este reverso del mito, cómo la diosa cazadora y dueña de los bosques va a ofrecer al también cazador Acteón un combate desigual. Sabemos que la diosa eligió la virginidad para no vivir los dolores del parto de su madre, mas no quiso renunciar a la satisfacción de sus renuncias. Por ello, castigará cruelmente a las ninfas que renuncien a su virginidad y le muestren lo que se pierde. Por ello, cazará en el venturoso bosque, pero sin el riesgo de ser cazada. Se escamoteará del riesgo del amor, es su elección, pero sin privarse de ciertos goces. En esta ocasión, del goce de hacer emerger para ella la figura del Macho Cabrío, su deseante cazador, para después dominarlo y transmutarlo a su antojo. Artemisa suplicó y recibió de Apolo la posibilidad de encarnarse en la tentadora joven que distraídamente se baña porque quería obnubilar con su presencia, con el humano cuerpo desnudo del que carecía, a Acteón, el cazador rival, el humano que, procedente de la civilización, se adentra valiente en la espesura donde acabará siendo cazado. Diosa de los pasajes, o de los simulacros, donde, como nos recuerda Foucault, “el juego está invertido”[18], Artemisa transformará a Acteón en un venado, en una “presa en que se prende”, como dice Lacan, perseguido y despedazado por sus propios perros.

La cosa freudiana acaba con un consejo dirigido a Acteón, a un Acteón que era Freud en tanto perseguidor de la verdad, y que podemos entender que era también Lacan[19]. Un Lacan que había enarbolado la bandera de su enseñanza, como recuerda en el texto, cuatro años atrás, pero también, por extensión, cualquiera que se sienta empujado tras la verdad. ¿Cuál es finalmente ese consejo?

Deja ir a la jauría sin que tu paso se apresure, Diana reconocerá por lo que valen a los perros…[20]

El consejo de aminorar la marcha tendrá un doble resultado: por un lado, al resistir a la tentación de apresurar la marcha se deja ir, se desprende uno de la jauría; por otro lado, no apresurarse, aflojar la marcha, es comprender que la verdad es inalcanzable. De este modo los dos peligros son evitados y el destino ejecutará sus designios, en la ocasión Diana, “la verdad”, que reconocerá a los perros, los únicos que entren en su radio de acción, por lo que valen. ¿Pero qué quiere decir ese “reconocerá”? Lacan juega aquí con un dicho francés que nació de una sangrienta historia: “Tuez les tous! Dieu reconnaîtra les siens[21], fue la respuesta cínica y cruel de quien, ante la imposibilidad de distinguir entre católicos y herejes en la población asediada, se encargó del aplastamiento de la resistencia cátara. (Matadlos a todos, Dios abrirá su puerta a los inocentes). Lacan juega con la homofonía que el dicho le ofrece, donde los suyos, les siens, son les chiens, los perros, que Diana manejará a su antojo. Dicho de otro modo, Diana podrá reconocer, si uno no se apresura tras ella, tras la verdad, a los que se desvían de ésta, como aquellos perros de Acteón que acabaron devorando a su dueño y lamentándolo después.

En resumen, no se dejen condicionar por los perros, analistas en pos de la verdad, y más les vale que aminoren su marcha, pues su naturaleza es la del velo, no la de la esencia, por lo que quien ambiciona apresarla y rasga su velo encontrará su perdición.

 

5.

Como recuerda Miller el 20 de noviembre de 2002, en su curso Un esfuerzo de poesía, la verdad es cercana al enigma y por eso “siempre tiene perros por oyentes”[22], olfateadores de un rastro esquivo. Recupera para ello a Mallarmé, del que dice que “devolvió sus derechos a lo oracular de la poesía”[23], y recuerda la increíble agudeza de éste cuando ubica el odio que genera lo oscuro en el interior de nosotros mismos –casi a la manera de los pensamientos perros de Giordano Bruno–, y que es el motivo que funda nuestra intolerancia. Es cierto, Mallarmé sabía despistar a los sabuesos que le increpaban. No le afectaba. Decía que no se preocupaba del odio de los que no saben leer. La lectura era para él sinónimo de escucha, una actividad con riesgo. La defensa de los que no escuchan se transforma en ataque. En El misterio en las letras[24] da un paso más y ubica ese odio en el común, en el fondo de todos. Esto provoca que la intolerancia sea desplazada y vuelta al exterior cuando, en realidad, está dirigida a lo oscuro que nos habita, al corazón del sujeto. Allí donde, como dice Miller, “está lo oscuro y no la luz”[25].

Es obvio que Lacan comparte con Mallarmé este gusto por lo oracular, cada una de las citas anteriores tiene esa condensación y ese dejar caer. En él encontramos tanto la frase de mil meandros, donde se describe con precisión la sucesión de puertos de un sinuoso recorrido que parece llegar a amenazarnos con un despliegue infinito, como también la frase corta, el aforismo, el hachazo. Y tiene la gracia de hacer brillar, tanto en una como en otra, metáforas espectaculares, un juego del verbo y un sentido poético en la línea de Mallarmé, verdaderos hallazgos que han brotado como de improviso del único lenguaje, el que es de todos pues no hay otro, pero que en él se desborda.

Tras el baño de Miller en las aguas y en el bosque de La cosa freudiana –que ha provocado el mío–, retoma éste la cita de Lacan en Subversión del sujeto sobre el “dicho primero”, que ya comentara en la sesión anterior. Allí se decía que

lo dicho primero decreta, legisla, «aforiza», es oráculo, confiere al otro real su oscura autoridad.[26]

Se trataba entonces de mostrar ese cambio de época que nos afecta –que desde Plutarco se conoce como “el dios Pan ha muerto”–, que ha vuelto el mundo cada vez más prosaico, con la exigencia constante del relato explicativo. Miller nos recuerda cómo se ha perdido el sentido de la poesía, el sentido del oráculo, y el resultado obtenido es la pérdida de la efectividad de la palabra, pues ésta abreva en las aguas del misterio. Lo verdadero como tal no puede decirse. Por eso, una vez que, sigilosamente, alguien es capaz de acercarse desparramando a continuación en texto las únicas gotas posibles de ese encuentro, debemos tomarlas en su literalidad. No tenemos otra cosa.

Zacarías Marco, diciembre de 2016

[1] Lacan, J.: “La cosa freudiana o sentido del retorno a Freud en el psicoanálisis”, Escritos 1, siglo xxi, México, 2003, p. 388. Aunque la reivindicación de volver a los textos freudianos es previa (Función y campo…), es en el texto que nos ocupa donde Lacan la desarrolla con más amplitud.
[2] Ibid., p. 391.
[3] Ovidio: Las Metamorfosis, III, 193. “Nunc tibi me posito visam velamine narres, si poteris narrare, licet!”
[4] Sartre, J.-P.: L’être et le néant. Essai d’ontologie phénoménologique, Gallimard, Paris, 1943, p. 624. (“Le savant est le chasseur qui surprend une nudité blanche et qui la viole de son regard”).
[5] Klossowski, P.: El baño de Diana, Tecnos, Madrid, 1990.
[6] Ibid., p. 47.
[7] Foucault, M.: “La prosa de Acteón”, De lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 181-194.
[8] Ibid., p. 192.
[9] Lacan, J.: “La cosa freudiana”, op. cit., p. 388.
[10] Ibid., p. 393.
[11] Ibid.
[12] Ibid., p. 394.
[13] Lacan, J.: “La cosa freudiana”, op. cit., p. 395.
[14] Lacan, J.: El Seminario. Libro 23: El sinthome, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 32.
[15] Lacan, J.: “La cosa freudiana”, op. cit., p. 395.
[16] Ibid., 418.
[17] Vernant, J.-P.: La mort dans les yeux. Figures de l’Autre en Grèce ancienne, Hachette Littératures, Paris, 1998, pp. 15-24.
[18] Foucault, M.: “La prosa de Acteón”, op. cit., p. 183.
[19] En el abanico de posibilidades merecería también destacar otra, que no voy a desarrollar, la de Lacan puesto él mismo en el lugar de Diana, en el lugar de la verdad, escondido tras el texto de la prosopopeya.
[20] Lacan, J.: “La cosa freudiana”, op. cit., p. 418.
[21] “¡Matadlos a todos! Dios reconocerá a los suyos”, célebre frase del abad de Poblet, Arnaldo Amalric, pronunciada en 1209 en la cruzada albigense ante el sitio de la ciudad de Béziers.
[22] Miller, J.-A.: Un esfuerzo de poesía, Paidós, Buenos Aires, 2016, p. 29.
[23] Ibid., p. 32.
[24] Mallarmé, S.: “El misterio en las letras”, Variaciones sobre un tema, Verdehalago, 1998.
[25] Miller, J.-A.: Un esfuerzo de poesía, op., cit., p. 33.
[26] Lacan, J.: “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, Escritos 2, siglo xxi, México, 2009, p. 768.