La relación sexual de las palabras

Intervención en la sede de la ELP de Madrid en el curso Lengüajes VI (20-7-2017)

1.

intervención La vida sexual de las palabrasQué hacen. Cómo entender qué es lo que hacen las palabras en Finnegans Wake. Cómo leer sus encuentros. Cómo entender el juego que las impulsa y el abrazo que las transforma. Cómo entender el nivel interno de dislocación que las afecta y el horizonte de multiplicidad que las organiza. Y, también, cuál es nuestra responsabilidad. Porque con nuestra lectura participamos, somos introducidos en esta miniatura del mundo que pretende albergar toda época y toda relación. Cómo entender allí su lógica del encuentro infinito, ilimitado, donde cada palabra refleja el universo entero renovándose una y otra vez. Cómo entender la circularidad de su baile perpetuo, en el que somos invitados a participar. Cómo entender entonces una lectura, la nuestra, que nos lleva a volver a nacer en la escucha misma del susurro, en medio del flujo continuo de su murmullo, donde las palabras son sacadas a bailar una danza colectiva que es el origen de todas las danzas, donde todo fragmento es intercambiable al compás de un ritmo que incluye todos los ritmos. Cómo entender esta metamorfosis continua donde los opuestos se encuentran. Cómo leerla, y también qué peligros corremos al leerla, para evitar no perder la cabeza deviniendo lectores de Joyce.

Pero la estrategia de lectura que propondré no será otra que la lectura misma. Dejarse seducir por el ritmo de la lectura. Por ello, dejaremos hoy un poco de lado las ilustres compañías que él eligió. No perjudicará su legitimidad. Como sabemos, el mismo Joyce las animó desde su inicio, orientando a todos los estudiosos de su obra tras los pasos de los códigos y los misterios medievales, tras los pasos de Dante y de Nicolás de Cusa, de Bruno y de Vico. Una línea de estudio que sumaría después a los poetas del romanticismo tardío y del simbolismo, a Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé. Pero Joyce los utilizó a todos para componerse a sí mismo, casi a modo de instrumentos bajo la dirección de una poética nueva, la suya. Una poética que derivaba su fuerza de su modo sinthomático de estar en el mundo. Unos y otros estarán implícitos en nuestra lectura, pero no a la manera de claves para resolver los enigmas. No nos interesa ahora resolver ningún enigma. No utilizaremos estos saberes para desvelar lo que el texto nos tienta a desvelar. Hoy no. Para variar, ensayaremos otro acercamiento.

2.

Resulta inevitable que la lectura de FW, si es tal, provoque mutaciones en el lector. Descomponiendo la lengua y la estructura del lenguaje en todos los niveles imaginables, FW descompone al lector en su propio ser. Lo desarma para someterlo a su poética, a lo que fue el último estadio lógico de la poética de Joyce. Por eso se hace necesario diferenciar dos niveles de lectura. El primero correspondería al necesario sometimiento al texto. Es la lectura en su acepción inmediata, el nivel obvio en el acercamiento a cualquier texto, que obliga a leer lo que el escritor nos ofrece tal como nos lo ofrece. La segunda lectura correspondería al modo en que hacemos acuse de recibo de la transformación que la escritura, así leída, nos ha provocado. Esta segunda lectura, que puede no producirse, sería nuestra reacción subjetiva al diálogo que la lectura provoca en nuestro inconsciente, algo que de alguna manera plantea ya la función interpretativa previa del mismo, el inconsciente interpretando el texto, esto es, sometiéndolo, al menos en parte, a las ecuaciones previas que lo determinan.

En cualquiera de estos dos niveles el problema que plantea FW es bien particular. Si todo lector pide a un texto no salir indemne de su lectura, que toque en su ser una verdad que le ayude a recolocarlo en su existencia, es preciso constatar que en la realización de este anhelo FW se pasa de la raya. El reto que provoca la lectura de una sola de sus páginas excede lo imaginable. No socorre al lector, lo desintegra. A poco que se acepte mínimamente su apuesta, la transformación que provoca convierte al lector en un operario de Joyce, un operario del trabajo de descomposición y recomposición, que con tan solo el ejercicio de su lectura participará, como un engranaje más, como una pieza más, en la construcción de la matriz onírica del lenguaje, en el fundamento loco de una lengua universal. Ni qué decir tiene que esta contribución en lo que Umberto Eco llamó “el documento de inestabilidad formal y ambigüedad semántica más aterrador del que jamás se haya tenido noticia”, no dejará indemne al sujeto, pues correrá el riesgo de ser afectado en lo que va más allá de su mera existencia, en su ser. Y la razón es clara, siendo el sujeto un producto de la relación con la palabra, la alteración que FW provoca en la base misma del pensamiento es mayúscula, construyendo un mundo por completo inhabitable para aquel ser que creíamos ser. Incluso es posible que no pudiéramos hablar, en sentido estricto, de un lector, como tal, de FW. Porque retrotraerse al magma constituyente del lenguaje, tal como Joyce lo ve, es asistir a la creación, más aún, es vivir en ella, vivir en el Big Bang de la lengua. A ese lugar, maravilloso, sí, pero más diabólico que divino, FW nos convoca.

Tenemos entonces, de momento, una posibilidad de acción que la lectura del texto promueve, la de devenir engranaje, la de devenir operario de un murmullo que desarticula al ejecutante como sujeto. No se le da al lector una llave con la que ajustar o desajustar sus fantasías, sino que él mismo es transformado en llave o resorte de un conjunto infinito, en extraño ventrílocuo dentro de un mar de ecos, sometido al vaivén constante de las posibles significaciones y al efecto dislocador de todo fragmento sonoro. Pero este devenir operario tiene su contrapartida. El lector será parte de la obra y no espectador de la misma. Y será esa mezcla porque la obra le hará a él, le dirá a él, le reconstruirá a él. Diremos, en resumen, que escuchará la poética del texto, que dejará que vibre en él y lo fecunde. ¿Y qué hará con este texto alien agitándose en sus entrañas? ¿Qué surgirá del encuentro? De nuevo, la obra. Las palabras de FW son la espuma batida por las olas de las que el lector emergerá como obra. Encarnará el mito surgido del esperma mismo de la castración de Urano, cayendo ahora sobre el río Liffey, el río donde se mezclan las aguas de todos los ríos. Y será lo que los encuentros engendren, lo que la mezcla infinita promueva. Será Anna Livia, la belleza en todas sus edades, y será Venus.

Pero para ser todo eso no le estará permitida la posibilidad de recurrir a la batuta de su inconsciente. Aquí está el problema. Es cierto que resultará inevitable que éste intervenga, que vaya con su mapa, con su modelo, con su brújula, intentando interpretar, dibujando el entorno en el que se mueve. Pero se perderá. No podrá, a ciencia cierta, rendir cuentas de dónde se encuentra y tendrá que decidir entre dejarse seducir, dejarse transformar en el baile sonoro, o abandonar. La tercera opción, como decíamos al principio, es el desciframiento. Para no enloquecer se descifra, está bien, se analizan fragmentos para no devenir fragmento, pero si uno se limita a esto algo del baile se pierde.

Atrevámonos pues a ir al baile, a la locura del baile. Cómo entender su música, ese sueño múltiple supuestamente formador de la lengua universal. Cómo entender su topología.

3.

André Breton propugnaba en 1922 una liberación de las palabras, una liberación de las ataduras de la etimología, una escritura con palabras sin historia, sin el lastre del sentido establecido. Al final de este texto fulgurante, titulado Las palabras sin arrugas, Breton nos anuncia el tiempo nuevo que inauguran las permutaciones fónicas que con el seudónimo de Rrose Selavy escribe Marcel Duchamp. No son meros juegos verbales, nos dice, porque lo que está en juego son las razones de nuestro ser. Y sobre este punto lanza su famosa última frase: las palabras han dejado de jugar, ahora hacen el amor. ¿Podríamos decir, con él, y con la mente puesta en FW, el libro que Joyce empezaría a escribir justo un año después, en 1923, que las palabras entran allí en relación sexual?

Sérgio Laia distinguía entre el lenguaje de las flores, el lenguaje del Ulises, y el lenguaje del flujo, el lenguaje de FW. Lenguaje de las flores significa lenguaje del amor. Joyce nos da en el Ulises una confirmación definitiva. Bloom escribe cartas de amor a una dama firmando Henry Flower, redoblando el florecimiento explícito de su apellido, Bloom. Leemos en la trama de la obra sobre la existencia de estas cartas de amor, cartas que se sostienen en la ausencia de una relación carnal. Se trata, digamos, de un amor inmaculado. Las palabras vehiculan un amor inmaculado, en contraste evidente con su mujer, Molly, que acompaña la desinhibición del lenguaje con la fogosidad de su cuerpo. Molly no necesitará cartas de amor, porque no vive sólo del retraso y de su idealización. Molly acepta las sustituciones del amor perfecto y provoca el encuentro con los amantes. Se entrega y dice sí a dejar de ser una flor en la montaña. Dice sí a esa pérdida, pero sin renunciar a su goce, que lo mide en la entrega previa del otro. De un otro donde puede incluir a cualquiera, as well him as another, marido o amante da igual, siempre y cuando se entregue a ella primero.

Pero el lenguaje de las flores, el lenguaje del Ulises, no se escribe desde un acotado y comprensible territorio del amor, que sería el territorio de la inadecuación con la cosa, esto es, en nuestros términos, el exilio de la relación sexual. No, la proliferación exuberante de sus brotes, que sólo hace las delicias del lector más extravagante, aquel que es capaz de apartar un poco su inconsciente, apunta a otro lugar. Su texto no está en la zona de cultivos, ha roturado más allá, ha ganado metros al bosque moviendo los lindes que anunciaban lo salvaje. La inclusión de lo múltiple a nivel organizativo apunta a la búsqueda de un territorio sin falta, del pecado y la caída, sí, pero sin falta. El texto ya ha entrado en contacto con la cosa y sus brotes empiezan a portar ese brillo tan particular. Hablaríamos entonces, en el Ulises, de la proximidad con el territorio adecuado, el que sería, si lo hubiera, el territorio de la relación sexual de las palabras.

Pero Joyce siguió saliendo de la zona de los cultivos para adentrarse poco a poco en un bosque que será su propio bosque, moldeado con sus mil escuadras y cartabones. Y lo llevará hasta su agotamiento formal para poder parir el siguiente salto, que será el siguiente ensayo de relación sexual. Joyce busca cómo materializar este encuentro. El monólogo de Molly es la consecuencia de los 17 capítulos previos, incluso de toda su obra anterior, una vuelta de tuerca que anuncia la siguiente, la entrada en la noche de FW. Bueno, ya hemos llegado a lo que, en palabras de Laia, sería el lenguaje del flujo. Es aquí donde veremos cómo la experimentación de lo que sería la relación sexual de las palabras es llevada al grado máximo concebible. Una relación fónica que poblará el planeta de la lengua con una generación nueva de bastardos.

A pesar de la incomprensión que provocó su entrada en el territorio salvaje, Joyce no hizo sino encontrar su manera de cumplir la misión artística que le ataba al mundo. Recordemos cómo lo expresó Stephen en Retrato, deseando fecundar con su arte los encuentros amorosos para producir una nueva raza que despertara Irlanda de la parálisis. Esa manera consistió siempre en llevar su sueño al lenguaje. Y llevarlo no sólo metafóricamente, pues el lenguaje, disgregado en lo real, quedó fecundado por el arte.

En la base del impresionante empuje creativo de Joyce encontramos la elaboración de un principio estético perfectamente orientado a su modo de estar en el mundo, su síntoma. Él construye en su problemática fundamental, directamente en ella. Por eso, como cualquier artista, es inimitable. Si, por definición, todo artista nos deja lo que ha hecho con el encuentro que tuvo con aquello que excede lo simbólico, a juzgar por lo que Joyce nos dejó podemos deducir el carácter colosal de su encuentro. Joyce se puso a escuchar y a trabajar las piedras preciosas venidas de ese otro mundo que está en el nuestro, y tuvo el atrevimiento de incrustarlas directamente en el nuestro. Y lo hizo sin que perdieran un ápice de su brillo, a riesgo de volverlas casi insoportables a nuestros ojos, incluso algo también a los suyos. Sería una pena que la investigación nos protegiera en exceso de su contemplación. Nuestro reto es hacerlas compatibles. Por eso, también nos interesa investigar cómo elabora su proceso creativo hasta conseguir el resultado más adecuado. Él pretende llegar desde el territorio inadecuado al territorio adecuado, llegar desde un lenguaje en estado reducido a lo que sería una lengua sinónima del mundo, la única capaz de albergar en ella el estallido fónico que le afecta a él, pero que de alguna forma es también el que afecta a la lengua misma. Obviamente, el proyecto sólo nos interesa a nivel artístico, que es el suyo. Lo interesante es que su método parte de la percepción fragmentada de la lengua, donde el pegamento del sentido, su tendencia unidireccional, ha dejado de operar en su forma habitual. El resultado, una lengua pensada a partir de sus mutaciones. Joyce introduce en el cáncer de la palabra una nueva organización que somete el lenguaje a sus propias leyes, aunque éstas terminen provocando otra multiplicidad infinita.

4.

Entremos en su topología. Para entender la diferencia entre el bosque y la selva, entre la belleza y la verdad, entre el velo y el encuentro real, entre el sentido, que siempre se pierde, y el mundo de la adecuación, que es el de lo sublime, pero que es también aquél que con frecuencia estalla en forma de horror, mostraré mi manera de orientarme, que no coincide exactamente con la de Miller.

Para empezar, yo no coloco la verdad del lado del sentido, por oposición a lo real. Creo que la reducción a una lógica binaria, útil para un primer acercamiento, termina confundiendo las cosas. Si la verdad sólo puede medio decirse, como decía Lacan, es porque la Verdad está, o al menos tiene un pie, en el ámbito de lo absoluto, emparentada entonces con lo real. La verdad no es su búsqueda, que se plasma en un relato, está más bien del lado del oráculo. Similar desdoblamiento afectaría también al sentido, con respecto al sentido absoluto. En el ámbito del sentido, lo propio del mismo es fugarse. Cierto, pero porque el sentido no puede atravesar el velo que nos separa de la verdad, por eso su destino es perderse en el espacio de la representación. El sentido se fuga porque la verdad es inatrapable. Y que la verdad sea inatrapable nos indica que tiene uno de sus pies en el territorio de lo imposible, en lo que llamamos lo real. Por eso, en el espacio de la representación no se le puede echar el lazo a la Verdad, sólo a su relato.

Lo podemos ilustrar con el mito de Acteón, el cazador que fue cazado por sus propios perros después de acceder a una verdad desnuda, a los detalles del cuerpo de Diana, prohibidos a los ojos de los hombres. Acteón había salido de la zona domesticada para adentrarse en el bosque, el peligroso pero tentador territorio de los dioses donde Diana, la Artemisa griega, se baña. Al llegar allí no se encuentra con un velo que le sirva de intermediario, éste es el problema, y contempla directamente lo que lo excede. En vez de quedarse en el velo, que es la belleza, Acteón ve lo que hay detrás, lo salvaje, lo real, ve la verdad divina, que sólo podrá retornarle como horror. Esto, desde Acteón. Si lo pensamos desde Artemisa el mito es todavía menos amable. Descubrimos cómo el plan de la diosa fue cruel desde el principio, desde que obtuvo de su padre su tentadora apariencia humana provocando al incauto mortal desde una virginidad bien a salvo. Acteón sólo fue un juguete en manos del capricho de la diosa, un juguete al que excitar para después matar.

¿Qué ocurre con Joyce? ¿Es Joyce un Acteón que tras entrar en contacto con la verdad, con la adecuación entre palabra y cosa, evita ser devorado por los perros? No es tan sencillo. Las particiones dicotómicas que nos ayudaron en un primer acercamiento se muestran después insuficientes. No olvidemos que la lógica de Lacan nunca fue binaria. La divinidad no protege a Joyce en su acercamiento al mundo donde palabra y cosa copulan. No podemos decir que en ese peligroso territorio el escritor irlandés campara a sus anchas, para nada, pero aún medio ciego y medio despedazado, ése es su territorio, y no renunciará a él. Más bien todo lo contrario, con arrojo se internará en ese manantial hasta ser salpicado por sus aguas. Y no perecerá. De sus ojos, aun débiles y acuosos, brotarán las palabras, medio humanas medio divinas, impregnadas de la humedad de esa otra Venus otra Diana, todas las edades todas las mujeres, que es Anna Livia Plurabelle.

Por eso, por haber sabido llegar sin ser divino donde las leyes del inconsciente no lo permiten, hemos inventado para él una nueva categoría, la santidad, que es lo que él desarrolla para no sucumbir al contacto directo con la verdad, con lo real que estalla. Si bien Joyce estaría en la devoración, en la de las palabras y los sonidos, evita sin embargo ser devorado, dejándonos los frutos de su trabajo con la materia. Su territorio no es el humano de la no relación sexual, él está en contacto con el otro, donde existe la fusión de la pareja, donde los opuestos se intercambian por ser complementarios, el territorio que promete el encuentro verdadero, la relación sexual.

¿Pero llega finalmente a ella? ¿Nos muestra Joyce la relación sexual de las palabras? De haberla, sí, pero no la hay. También aquí nos cargamos la dicotomía para entender lo que participa de lo uno y de lo otro. La relación de Joyce es otro modo de no relación. Un renacer constante, pero a través de la disolución absoluta, como decía Eco. Lo que hace Joyce estaría entonces entre la no relación y la relación. Joyce sería ese entremedias, una membrana extraordinariamente porosa donde los encuentros de las palabras son posibles.

5.

Para terminar, unas notas sobre las traducciones. Cabe preguntarse si la capacidad de la lengua inglesa para acoger el susurro en su sonoridad palpitante, generadora de toda suerte de mutaciones en la palabra, es extrapolable a otras lenguas menos fónicas, como la española. No hay problema en que onomatopeyas y aliteraciones funcionen, en que funcionen las paranomasias y los retruécanos, pero siempre dentro de unas redes más estables que limitan los sentidos en disputa. Esta falta de fluidez constitutiva no puede dejar de ser un gran impedimento a la hora de intentar reproducir los juegos rítmicos y sonoros de FW. La permutabilidad fónica que abre a la lengua inglesa una intrínseca posibilidad musical, constituyendo el cauce indefinido por el que la lectura navega, se ve lastrado en nuestra lengua por inevitables amarres de sentido. Es un riesgo que hay que asumir. Más grave sería que la fidelidad de la traducción erudita hiciera perder el ritmo del fraseo, que sería, en caso de duda, lo fundamental a defender.

Todo ello me lleva a preferir la traducción de Zabaloy sobre la que hace Lago o la que dirige García Tortosa, más allá de los innegables hallazgos puntuales de estas últimas. Pero quizás el mayor placer me lo haya deparado la lectura de las dos páginas y media que tradujo Leónidas Lamborghini. Su ritmo del fraseo es brillante, magnífico. Si bien puede ser cierto que sacrifique muchas complicaciones que Joyce fue introduciendo en los distintos estadios de su escritura, el conjunto de su susurro tiene la fuerza de penetrarnos en continuidad. Y ésa es la miniatura de Joyce que nos debe trabajar el oído. En este capítulo, la demanda de la palabra del otro, vehículo de todo tipo de fantasías innombrables, debe sonar como el impulso incesante de las olas. El dímelo todo de las lavanderas tiene que juntar en el oído la palabra y la pulsión, y tiene que producir un encuentro tan fluido y circular como sea posible. Sólo así la unión ilegítima de las palabras podrá hacernos bailar risueños esta danza descabellada.

Zacarías Marco, 20 de julio de 2017