Seguir sin red la pista del matiz

Presentación en Cruce de La Verdad y el Matiz, de Fernando Carbonell de León, (1-2-2017)

presentacion-la-v-y-el-m-en-cruceQuería empezar agradeciendo a Fernando la invitación para presentar este libro, tan querido para él. Una invitación que me pareció casi suicida por su parte, pues no podía basarse en mi conocimiento de lo que constituye el telón de fondo del conjunto de artículos y conferencias de su padre, el relato vivo de la cultura y el arte que el autor, imagino que casi como un Quijote, se esforzaba en transmitir en Córdoba, a través del periódico local, de 1954 a 1972. Tras la sorpresa ante su arrojo, el de Fernando hijo, no pude menos que responderle afirmativamente con otro arrojo, el mío, también entonces algo suicida. Pero en cuanto pude hojear los artículos, saltar de uno a otro, avanzar, retroceder, y recomenzar después la lectura, me pareció comprender el movimiento de Fernando. Comprendí que me requería para una experimentación –de eso trata hacer una lectura– y que lo que mejor podía hacer era dejarme llevar por ella para dar hoy su testimonio.

Debo decir que no partía de la mejor de las disposiciones. Aunque tuve una relación bastante estrecha con la pintura durante muchos años, lo cierto es que últimamente me había ido distanciando. Confieso que leer hoy sobre arte actual me resulta insufrible. Casi otro tanto me sucede, salvo alguna rara excepción, con las exposiciones. Y no se trata de que ahora me dedique a otra cosa, sino de no poder participar, de sentir que mi emoción no se ve conmovida por los movimientos o artistas actuales ni tampoco por lo que de ellos se escribe. En general, sus juegos no me interesan. Es mi lectura. Enseño mis cartas. Me he quedado con lo que viví y aprendí con mis amigos pintores, sobre todo en los años en que fui ayudante de Darío Villalba, y también después, cuando trabajé en el taller de grabado de Oscar Manesi. Escuché entonces mucho sobre la que sería la generación posterior a la que se comenta en los artículos de Fernando Carbonell padre. En uno de ellos se recuerda aquella frase de Bertrand Russell sobre la imposibilidad de que una generación haga justicia a la anterior. Efectivamente, una de las dinámicas de las vanguardias es la de dar una respuesta a la generación anterior subvirtiendo sus postulados, algo que puede llegar a provocar el olvido o el desprecio de lo precedente. La generación de Arroyo, Gordillo y Villalba contestaba y se distanciaba de la generación anterior, la del Equipo Crónica, el Equipo 57 y el informalismo o arte abstracto español de los años 50-60. Y sin duda yo también me defendí de su contacto, preocupado por estar, como se dice, a la última, pareciéndome caducas las propuestas artísticas de aquellos años.

Partiré de esta estrechez de miras, de esta protección ante lo que sería el encuentro con lo que el artista nos ofrece, que es, a su vez, el resultado de su encuentro con algo verdadero, con algo real. Me temo que llamarlo obra de arte forma ya parte del proceso de protección. Dejaré de momento abierta la pregunta sobre la verdad de ese encuentro, y del matiz como su posible vía de acceso.

En mi caso, ha sido paradójicamente mi actual distanciamiento lo que me ha permitido apreciar de otra manera la pintura que con tanto ardor defiende el autor de estos artículos. Su lectura me produjo un súbito interés, totalmente imprevisto, tanto por la pintura como por la crítica de entonces. Me pareció nada más leer un par de artículos que se nos ofrecía una referencia fundamental para la comprensión del quehacer artístico y de la posición del espectador, cualquiera sea la época, arrojando algo de luz sobre el panorama actual. Voy al asunto. Lo que más me ha impresionado es la pasión por la pintura que desprende Fernando Carbonell padre en cada uno de sus artículos (dejo de lado el resto, sobre poesía, costumbres, científicos, etc.), al tiempo que despliega sus notables dotes retóricas al servicio de lo que se intuye como una auténtica misión: reconciliar al público con un arte que, aparentemente, se había separado de sus posibilidades de comprensión.

En unos años en los que España dejaba poco a poco una terrible y larguísima posguerra, la vitalidad creadora de sus artistas, leemos aquí, no deja de sorprender en el extranjero. El Régimen, consciente de los beneficios de su difusión, la favorece, y los éxitos de los pabellones españoles en las bienales se suceden, provocando la admiración de una crítica internacional que no se explica cómo el país más reaccionario puede ofrecer al mundo las propuestas más vanguardistas. La lista de estos artistas es casi interminable: Tapies, Millares, Oteiza, Feito, Cuixart, Canogar, Genovés, Labra, Povedano, Carlos Lara, Alfaro, Rivera, Lucio Muñoz, Viola, Gerardo Rueda, Mompó, Saura, Manolo Valdés… Pero el reconocimiento exterior se enfrentará con unas enormes dificultades para abrirse paso en el interior. Y aquí la labor de unos pocos galeristas y críticos –Fernando Carbonell en un lugar destacado– será decisiva. No obstante, y por importante que sea, no es este aspecto histórico el que más me ha interesado, sino el que deriva de la extraordinaria sensibilidad de un hombre que se atreve a colocarse despojado de saberes frente a la obra, propiciando un diálogo por fuera de las opiniones y de los prejuicios, un hombre que se atreve a no entender lo que ve y que escucha primero el palpitar de su cuerpo. Fernando Carbonell padre escucha lo que no se quiere escuchar, desde el lugar donde nadie aguanta estar.

Su lectura me hizo recordar algo que ocurrió en una inauguración de Darío Villalba en Colonia, en la que se le pidió que explicara una de sus obras a un selecto grupo de congregados. De manera muy didáctica Darío fue desgranando los ritmos, los gestos y los detalles del cuadro, poniéndolos en relación tanto con sus angustias como con los modos de expresión del arte contemporáneo, aquellas corrientes artísticas con las que su devorada alma conversaba. El entusiasmo del público iba en aumento. Sus oídos eran gratificados con sentido y veían maravillados un cuadro que, ahora sí, creían comprender. Por último, Darío concluyó su improvisada charla diciéndoles que todo lo que había dicho no era pintura, y que aquellas palabras, aunque estuvieran referidas a su cuadro y fueran verdaderas, no hacían a éste mejor ni peor. Que el cuadro fuera bueno o no pertenecía a otro registro.

Esta fidelidad al encuentro no mediado por las palabras que son coraza tiene el efecto evidente de relegar la teoría a un tiempo segundo. Para Carbonell la tarea del crítico debería limitarse a limpiar la mente del espectador de toda regla pretérita de observación. Dejarlo solo ante el cuadro, solo ante el peligro. Leemos sus reflexiones en sintonía con su experiencia, con su modo de experimentar, del que extrae como enseñanza la necesidad de una cualidad artística por parte del espectador, puesto que su quehacer, como Fernando padre se encargará de mostrar con su diagrama óptico, es, o debería ser, análogo al del artista. El espectador completa, simétricamente, el ciclo que el artista abre. Por eso su quehacer debe ser también artístico. Este punto, capital, provocará la contundencia de sus afirmaciones, de sus postulados fundamentales. Que no hay tal problema entre arte moderno y arte antiguo, nos dirá, puesto que para el artista de todos los tiempos el objeto es un puro pretexto para transmitir a su obra la vibración de su espíritu y su personalidad. Que hay simplemente arte y no arte. Lo que ocurre, nos dice con fino humor, es que el pintor de nuestra época, harto ya de que se califique a sus cuadros por la calidad de los perros y los gatos, los ha quitado. Por eso, tampoco hay problema entre arte abstracto y arte figurativo, recordando cómo, para Jean Bazaine, Vermeer era el pintor más abstracto de la historia. Y concluye Fernando padre, que el problema no es, como decía Ortega, que el arte se haya deshumanizado sino que el hombre moderno se ha robotizado.

No desgranaré estos temas. Sigo la pista del matiz. Vuelvo por ello a lo que más he apreciado, al esfuerzo por expresar el encuentro desnudo con lo que no se entiende, percibiendo que este camino es el simétrico de aquél que hizo el artista en su encuentro con el mundo, cuando nos deja su obra como fruto último del desconcierto de su sensibilidad. Se trata entonces de contemplar primero. Nos detenemos a contemplar la contemplación de Carbonell padre. Contemplamos cómo contempla un cuadro. Escribe sobre, cito, “la paloma ingrávida que Labra ha plasmado en pleno movimiento con óleos de colores: ¿Banca paloma? ¿Aerodinámica paloma? ¿Veloz flecha lanzada al espacio?”, se pregunta. Y responde: “Quizás únicamente puro movimiento que ha perdido en su carrera la inútil materia en puro juego de tensiones de línea y color”. Destaco este matiz, con la fuerza poética que alberga, el vuelo de su frase como eco del vuelo de la paloma, como reflejo de su encuentro con algo del orden de la verdad, con algo trascendente. Nos queda el trabajo sobre el matiz, el trabajo sobre el velo que nos protege de perecer en el encuentro con la verdad, el filtro por el que ésta, peligrosamente, se cuela.

Me gustaría contaros también, aunque sea brevemente, una parada del recorrido que provocó en mí la lectura de estos artículos y conferencias, la llamada Escuela de Vallecas, que por aquel entonces contaba ya con su segunda generación. Mi vía de entrada fue el precioso artículo que Carbonell padre escribe a propósito de la tempranísima muerte de Carlos Pascual de Lara en 1958, pintor de famosos frescos, lamentablemente no le dio tiempo a realizar el del techo del Teatro Real de Madrid, cuyo concurso ganó, pero sí  pudo pintar, entre otros, los del Monasterio de Aránzazu, la emblemática obra conjunta del arquitecto Sáenz de Oiza y del escultor Oteiza. Carlos Lara fue un pintor de fervor místico al que Carbonell califica como el valor más firme que tenía la pintura española. Este emocionado texto me llevó a interesarme por esa segunda generación de la llamada Escuela de Vallecas, y de ahí hacia la primera, hacia Benjamín Palencia y hacia Alberto Sánchez, sus fundadores. Y leí sus biografías conmovido, verdaderamente maravillado de que alguien como Alberto, hijo de panadero, que sólo hasta los 7 años pisó la escuela, que comenzó a trabajar primero como porquerizo, luego de repartidor de pan, de aprendiz de herrero, de zapatero, de escayolista, y a partir de los 20 años como panadero, pudiera realizar la obra artística que realizó. Ha sido un descubrimiento de alguien del que había oído sin escuchar y del que había visto sin mirar, sin dejarme sentir.

Me gustaría además recordarle hoy aquí porque el que fue alma inspiradora de la Escuela de Vallecas tenía su estudio en Lavapiés, y fue por estas mismas calles por las que ejerció desde su tierna adolescencia una militancia política tan activa que enseguida recibió el sobrenombre de “el socialista”: Alberto, el socialista. Su activismo, que le llevaba de una reunión a otra, le permitió entrar en contacto con los mejores pensadores y artistas de la época, pero Alberto no sólo militaba con la palabra, y enseguida sorprendió a todos con sus propias creaciones, con sus esculturas, para las que utilizaba los materiales corrientes que encontraba. Y Alberto expuso. Y fue vilipendiado, como recuerda Neruda en el sentido homenaje que le dedica en Para nacer he nacido. Pero las humillaciones, que sí le hicieron llorar, no le hicieron desistir. Y continuó trabajando.

Como sabéis, de Alberto Sánchez es la escultura de precioso título, El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, que figuraba a la entrada del pabellón español de la exposición de París del año 37, donde, además de los cuadros de Miró se pudo contemplar por primera vez el Guernica. Una réplica de esa desaparecida escultura de Alberto es la que se levanta a escasos metros de aquí, en la puerta del Reina Sofía, una escultura que pude ahora ver como si fuera por primera vez. Y pude sentir la trabajada masa del pan, con los surcos del arado arañando su alargada superficie, trazando caminos hacia lo alto, hasta alcanzar en su cúspide esa estrella roja que la corona. Una estrella que me parece hoy la promesa rota de un tiempo de luchas definitivamente perdido, un tiempo de ilusiones, de grandes ilusiones, pero que fueron también cegadoras y mentirosas, como lo es toda ilusión.

En fin, como veis, la cobardía para mirar un cuadro o una escultura o un texto, sin el apoyo de un aparataje, un aparataje del tipo que sea, es también la mía. Quizá la de todos. Fernando Carbonell padre luchó por disminuir esa distancia, luchó para que nos dejáramos impregnar por el matiz, que es para él el mensajero de la verdad. Fernando padre encontró esa compañía en la obra de arte y en los artistas, y esperaba una reconciliación con el espectador que se le antojaba posible. Pero hoy ni se piensa en ello, se ha duplicado la distancia aun cuando las colas delante de los museos sean interminables. El matiz se escapa. La distancia vuelve a imperar porque lo que se admira es el ideal propuesto. Lo demandamos y lo tragamos todos al unísono. No obstante, no se trata aquí de lamentarse sino de encontrar, si se puede, un revulsivo. Volvamos entonces a lo que importa: ¿de dónde viene nuestra cobardía de espectador que se defiende? Cambiaré de tono para preguntarlo de otra manera y concluir.

Benditas sordera y ceguera, son recursos que no debemos perder. Es preciso cultivarlas en silencio para poder alardear de ellas en compañía. No importa lo extendidas que estén. Las usamos para no oír lo que oímos, para no ver lo que vemos. Las usamos para que más pronto que tarde no haya nada que escuchar. Hacemos ese camino. Cuanto más trillado mejor. Cuanto más trillado por otros, mejor. No prescindir nunca del guía, del que nos proporciona el filtro del saber. Nos garantiza seguridad, la que tiene a la sordera y la ceguera por fieles aliadas. Porque la más pequeña revelación amenaza con lanzar un puntapié a nuestro plácido asiento, precipitándonos en abismos insondables. No, gracias. Aprovechemos el inmenso despliegue de defensas que el mundo actual nos ofrece. Sigamos esa corriente y evitemos a toda costa la posibilidad del descubrimiento. Ojo, no seríamos mañana los mismos de hoy. No sabríamos qué traje ponernos, ni cómo hablar, ni a quién hablar. Se abriría paso lo que no sabemos, lo que no conocemos. Qué horror. No, mejor la sordera y la ceguera. Y si estos consejos nos fallan, tampoco hay que preocuparse. Para llegar al más deseable de los estados no se requieren aprendizajes ni sobresaltos previos. Podemos instalarnos allí directamente, por la vía corta. Llegar por la vía corta al estado bobo de la imbecilidad, si somos pasivos, o al estado fiero de ella, que da mucho juego, si somos activos. Doy propio testimonio. Así es que no os preocupéis, para los que todavía no seáis conscientes de los peligros de seguir el matiz, y queráis aventuraros por el camino de su escucha, allá vosotros. Quién resiste hoy allí. Quién, después del primer temblor, resiste. Pues bien, no lo olvidéis, siempre os quedará la imbecilidad. Aquí os esperamos.

 

Zacarías Marco, 12 de enero de 2017