Tres recuerdos sobre un 4 de abril

Me levanté escuchando canciones que recordaban la desaparición de un hombre. Dijeron la fecha y eché cuentas, medio siglo. No sé por qué volví a repasar el cálculo, era sencillo. De repente, no pude contenerme. Dejé el té encima de la mesa y cerré los ojos. Cuánto hacía que no lloraba. Sirvió de poco el intento por retomar papeles, se me caían de las manos. Sólo pude dejarme, escuchar.

Recordé primero el relato de alguien que cogió aquel día un autobús en Harlem. Le debieron preguntar un día de aniversario, así cuadra mejor. Difuminado al principio, intenté reconstruirlo, viajar con él. Creo que iba o venía de la universidad. No había nacido en América, era de aquí, un profesor que en aquellos años tuvo problemas para dar sus clases aquí, clases de economía, y se fue a impartirlas al extranjero, donde le habían solicitado. Quizá les había llegado el eco de alguna de sus citas, su facilidad para encapsular el pensamiento. Mostraba el escritor que era, aunque eso no se supo hasta mucho después. Y fue desde ese después que le oía contar cómo cogió al atardecer de aquel día de hace justo cincuenta años su autobús. Parecía ser el de todos los días, mismo número mismo recorrido, pero ese día no había escuchado las noticias, y no sabía entonces que, cómo decirlo, el calendario se acababa de partir en dos. En un segundo toda una comunidad, la comunidad negra, se había rasgado de arriba abajo, esto era evidente, pero no sólo ella, porque cuando una comunidad es alcanzada lo es, inmediatamente después, toda comunidad posible. Un efecto general al que había que añadir, como su sombra, el efecto concreto, el particular de cada uno, un desgarro interior que buscaba aquella tarde la manera de emerger. Y lo buscaba peligrosamente. El lazo que sostiene la lógica que liga lo particular a lo general se había soltado, quedando en suspenso el sentido de la comunidad, que sólo existe si se realiza en cada uno. Por eso, aunque todo parecía continuar, lo hacía esa tarde fuera de vía, deslizándose imperceptiblemente por el terreno incierto, el que no sabe cómo tratar de manera civilizada tanta rabia.

Vuelvo ahora al autobús. Allí está el profesor de economía agarrado a la barra, padeciendo el traqueteo habitual. Pero eso, aquel día, es lo único habitual. Escucho su relato. Dice que enseguida notó que algo extraño pasaba. Todas las miradas estaban puestas en él. Se evidenció como nunca que era, entre aquellas paradas, el único blanco. El silencio fue absoluto. Nada que hacer, nada que decir. Sólo silencio y miradas. Hay que imaginarlo, haciendo todo el recorrido en aquel inaudito estiramiento del tiempo. Hasta cuándo, debió preguntarse. Pero él calla y, por un momento, parece que su relato se va a detener ahí, pero no, cambia el tono, no era eso lo que él quería destacar. Es cierto que pasó miedo, mucho miedo, pero lo contaba desde una comprensión infinita hacia el terrible sufrimiento que le rodeaba. Y no pasó nada, nada más. El autobús no descarriló aquel día, hizo su trayecto, llegó a su parada y él se bajó. De saberlo, le hubiera gustado llorar con ellos, pero en el vacío temporal que se abrió aquella tarde eso no era posible. Había que entenderlo. Al menos ellos pudieron contener su rabia.

Ahora la música cambia, el recuerdo del profesor se pierde. Ya está. Pasaron los días y poco a poco ese tiempo roto de la historia consiguió ponerse de nuevo en marcha. Lo que había ocurrido parecía emprender, como se dice, el camino del olvido. Uno se harta de preguntarse qué hacer cuando nada es suficiente y después retoma su pequeño engaño y continúa. Así es que el tiempo pasó y cada año llegaba a su cita el aniversario. Uno tras otro. Una larga lista ya, hasta que en uno de ellos, en la conmemoración de aquel día en que una bala había deteniendo el tiempo, un músico negro y ciego se hizo eco de un clamor. De un clamor que no existía hasta que él lo expuso de manera sencilla. Sentía en él una perturbación que afectaba a toda la comunidad. Y buscó la reparación. No entendía cómo ese día, el 4 de abril, no estaba marcado en el calendario. No podía entenderlo. Porque aquel hombre muerto ya muchos años atrás seguía siendo algo cotidiano, para él y para muchos, una presencia que hacía cada día el pequeño milagro de poder evitar el ultraje del otro sin querer aniquilarlo. Como si su mera nominación mantuviera abierta la posibilidad de convertir la rabia en otra cosa. Como si después de cada derrota pudiera nacer una canción, y esa canción te trasladara a un futuro desde el que construir el quehacer cotidiano. Sus palabras volvían ese día a ser escuchadas y su garganta volvía a vibrar a pesar de la bala que la atravesó. Tal vez me preparaba para escucharlas en mi estancada mañana. Oigo decir que tienen esa fuerza, que desde el momento en que su voz es escuchada lo cambia todo, como cambió para siempre el calendario de su país la queja del músico negro y ciego el día en que él mismo se hizo comunidad. El roto ya no pudo ocultarse por más tiempo y al número cuatro del cuarto mes se le añadió un nombre y un poco de color.

La canción de la radio se fue apagando y el sonido se volvió antiguo, defectuoso, sintonizando entrecortadamente un discurso. Era la voz del desaparecido. Busqué una lógica. Si el primer recuerdo fue in situ, pero a través de otro, haciéndome circular en autobús aquella tarde, y el segundo parecía haberme llevado a un presente posterior, donde otro intentaba reparar para siempre el roto abierto en el calendario, ¿cómo no ver en el tercer recuerdo el camino inverso, el que iba al momento previo, originario, para darle desde allí una nueva puntada? Intenté serenarme y me puse a escuchar de nuevo. Sí, eran las palabras anticipatorias de la catástrofe, pronunciadas en la víspera. Palabras que impresionan porque veían venir la bala antes de ser disparada, pero, sobre todo, palabras que no se quedaban ahí, que tenían prisa por saltar su propia muerte, tratando de evitar con ellas la ausencia de vía, la detención del tiempo, el descarrilamiento que estaba por producirse.

Este hombre, predicador, hijo de predicador, les hablaba la víspera en lenguaje padre. Les hablaba ya muerto, animándoles para un camino que él recorrería con ellos de otra manera, en ausencia. Sólo con sus palabras atravesarían ellos ese umbral. A tal fin les entregaba, como había hecho tantas veces, una visión de futuro, pero esta vez de un futuro que verían sin él. Al escucharlas, la respiración de la multitud se interrumpió. Pronto no estaré con vosotros, les dijo. Escuché yo también estas palabras y sentí que transmitían una inusual ternura. Eso me pareció. No sé qué pasó entonces pero, otra vez, no pude contenerme. Cómo era posible. Me intenté concentrar en aquellas palabras. Eran, a decir verdad, bastante religiosas, y sin embargo algo me volvía a llevar a ellas. No podía dejarlas.

Después leí que el niño que se atrevió a soñar en voz alta un día tenía aquella tarde, la víspera del acontecimiento, el corazón envejecido. Duplicaba su edad real y no podía llevarle más lejos. Casi anticipándose al desenlace, su corazón se consumía en visiones por última vez. Pero, ¿lo sabía él? ¿Es posible que intuyera la doble amenaza? Por más comprensible que fuera, después de tanta lucha, de tanta fatiga, de tanta contención, el hecho, ese corazón agotado, volvió a conmoverme, pero no lloré más. De repente, todo me parecía muy cargado, los discursos de aquel hombre y también todos mis recuerdos. Sobre todo éste, el tercero, hasta llegar a esa duda que me despertó. Y me pregunté entonces si había algo más, si padre era sólo eso o había algo más. Ésa fue mi única pregunta. Sentía que sí, pero estaba confundido. Nada más. Me quedé así largo rato. No pude escuchar más canciones. Debieron seguir sonando pero ya estaba en otra cosa. Dejé que mis flores cayeran una a una sobre la tumba y me fui.

Zacarías Marco, 16 de abril de 2018

 

Apostilla a Tres recuerdos sobre un 4 de abril

Algo más hoy, espero que también breve, a ver si puedo aclarar algo. Es sobre cómo veo yo la escritura, que, como sabéis, es para mí una forma de leer, de descubrir incluso, al menos cuando puede llegar a algún puerto, siempre imprevisto. Si produce estos pequeños hallazgos es porque se ha sido fiel al ritmo que ha ido surgiendo. Por eso todo el esfuerzo está puesto en el ritmo. De él deriva todo.

Hago ahora una lectura. Leo el movimiento del texto. Lo desata y lo impulsa una emoción que pilla por sorpresa a alguien, y que genera unos recuerdos. Los recuerdos son, en realidad, tres relatos. Finalmente, tres flores. Quien lo escribe se pone a escucharlos y, como yo ahora, deja que se construyan. Esto quiere decir que deja que el ritmo los construya, si no, no son nada. En principio, no se sabe si los relatos surgen para calmar o para ahondar en la emoción, yo no lo sé. Se trata de poder dibujarlos, dejarlos surgir, captar las líneas. Si se hace, emergen estructuras. Se deja que estas estructuras los construyan. La emoción importa, pero no hay saber sobre ella. Que genera un pensamiento, bueno, se acepta, se continúa con él, será un color más en el paisaje. Se van pintando, pues, hasta su conclusión, los tres paisajes. Quien escribe puede acabar con los tres relatos que surgieron. ¿Cómo se le muestran ahora? Desvelan los engaños de quien escribe. Han sido expuestos como las ficciones que le sostienen. ¿Se hará cargo de ellas? Veamos. Se trata de poder dejarlas caer, salir de ellas y encarar las preguntas que no tienen respuesta. Las ficciones tenían, en cambio, múltiples respuestas. Leo que el texto llega a ese punto en el párrafo final. Un relato reclamó otro, después se atrevió con un tercero, y después encara la perplejidad ante lo que descubre más allá de las ficciones. Tras este desmontaje, intentando ver qué no cuadra en ningún relato, surge una pregunta. La calma de las ficciones fue lenguaje padre. ¿Existe otro lenguaje padre que no sea engaño? (Aquí, engaño, es sinónimo de religión, de una manera misionaria de entender la comunidad, el encuentro con el otro). ¿Existe? El texto lo deja como posibilidad. Quizá gracias al desmontaje que previamente ha hecho, que es su manera de salir de la creencia. Lo que se lee es una intuición. Y tras ella viene el acto. Una lectura es que el acto que cierra el texto corrobora esa intuición, la de un lenguaje por venir. En cualquier caso, de lo que no cabe duda es que se ha recuperado la acción. Se ha salido del tiempo detenido. Las tres flores, o relatos, caen. El escritor se aleja de sus ficciones.

Todo lo que se puede decir sería, quizás, lenguaje padre, y habría que huir de ello. En parte, puede que sí, pero, en parte, puede que no, que la huida sólo anticipe el siguiente engaño. ¿No estaría ese llamado lenguaje por venir ya presente, de alguna manera, en la escucha, en el ritmo?

(Como se ve, me sale una lectura no mesiánica).

Correo a Isidro y a Hugo, el 24 de abril de 2018