Acuarelas con motivo padre

1

Una escena hace recuerdo. En cierto sentido, entonces es ahora. Un ahora que produce variaciones sobre lo que ocurrió una tarde, de vuelta a casa. Un entonces que vuelve, quizás porque a algunos detalles les da por insistir.

Comienza la escena. Al doblar la esquina, los tres hermanos dejan la compañía de la madre y echan a correr, calle arriba. Han visto a su padre en la esquina superior de la calle y echan a correr hacia él. Recorren veloces esa distancia. Más veloces que nunca ese día por la presencia expectante del padre en la esquina, desplazado unos cuarenta metros de su lugar de trabajo. Algo inusual, único, más bien. De ahí que esa distancia, apenas sesenta metros, sea consumida por las piernas en un brevísimo lapso de tiempo. Como corresponde, a cada hermano le toca y le toma el suyo. La diferencia de edades es pequeña, casi con exactitud un año y medio entre el primero y el segundo, y lo mismo entre el segundo y el tercero. Lo que a esa corta edad es todo un mundo. Y sin embargo, el orden de llegada no está del todo garantizado. El ansia por llegar primero produce a veces ciertas variaciones. Podría ser el caso, no está claro todavía. En la imagen que se hace recuerdo los tres hermanos corren calle arriba. De momento, corren. La figura del padre, que permanece estático, erguido en la esquina, los espera. Llega el primero hasta él, lo abraza por las piernas y se produce la extrañeza. Algo ha fallado en la visión. Sorprendentemente, ha ocurrido a un tiempo en la de los tres. La extrañeza se apodera de los tres. Porque el hombre no es su padre. Vaya revelación. Los tres se quedan delante de él un momento, atónitos, según llegan. La escena se congela unos instantes. A esas edades, el despiste no precisa explicación. No la dan. El hombre tampoco la requiere. Probablemente conozca a los niños más que ellos a él. Después, relanzados por una nueva visión, reanudan la carrera. Algo más despacio, tuercen a la derecha y cruzan la calle. Desde donde estaban han accedido a otra perspectiva. Desde esa esquina, donde encontraron al padre que no era padre, se ve toda la calle y también la casa donde viven. A unos cuarenta metros se sitúa el portal donde, ahora sí, su padre los observa. Un descubrimiento esta vez real. Su padre ha visto esta curiosa escena, esta confusión infantil que prendió en los tres hijos por igual de regreso a casa aquella tarde. Y vivió también la súbita reubicación. Porque sus pequeños emprendieron de nuevo la marcha, esta vez hacia él, y ahora sí, alcanzándolo en la puerta de casa. Justo en la puerta donde, por su trabajo, solía estar. Y es allí donde se produce el segundo abrazo. Sin duda, al ver desde la esquina inferior de la calle aquel otro hombre en la esquina superior, los hermanos habían pensado que su padre se había desplazado, que había dejado la puerta de la casa, desatendiendo por un momento lo que era su obligación, y había salido a su encuentro. En definitiva, imaginaron que su padre los esperaba. Como si por alguna extraña razón él hubiera podido intuir que ya llegaban, que tras haber pasado la tarde con la madre jugando en el parque debían estar ya a punto regresar. Imaginaron que el padre había vivido en ese deseo de rencuentro. De su vuelta al hogar.

2

Un padre que no era el padre sirvió para que los tres hermanos se lanzaran a la carrera subiendo la calle de una esquina a la otra, una calle larguísima que hoy son apenas cuatro pasos por la que entonces, y también ahora, los tres niños corren, recorren esa distancia infinitamente hasta alcanzar aquel hombre, casi un doble del padre, tan alto, con su traje gris, algo canoso ya, un hombre de unos cincuenta años de hace cincuenta años, o sea, ya mayor, hasta abrazarlo, según van llegando, cada uno a su manera, el primero por las piernas, inmovilizándolo con sus bracitos, el segundo saltando sobre él, provocando el abrazo recíproco, el tercero no sé, lo veo algo aturdido, uniéndose al trío sin tanto entusiasmo, parece vacilar viendo que algo no encaja, así es, lo veo buscando más allá con la mirada el portal de la calle vecina, la que corta ortogonalmente a aquella por la que subían, la calle donde viven y desde donde el padre original contempla, iba a decir atónito, pero no, divertido, contempla divertido la inusual escena.

El tercer niño debió dudar entre estas dos figuras paralelas, el padre que no era tal y, extrañamente desdoblado, el verdadero, cómo había sido posible confundirlos, es cierto que a la distancia de ese tramo de calle el parecido era sorprendente, sobre todo por la actitud, la hierática figura también trajeada, a la espera supuestamente de sus hijos, que impulsó esa alegría de una llegada anticipada, que precipitó una alegría que ahora había que redirigir, primero en ese niño, si era ese, mientras los otros dos hermanos no salían todavía de su asombro abrazando al que no era, y que en cuanto se activó el resorte de la duda ya están soltándose de ese doble del padre, relativamente cariñoso para la ocasión, por qué no, y asombrado a su vez, sin que ellos repararan en ello, y con el que quizás no hablaron nunca, un hombre que trabajaba en el local que hacía esquina, creo que haciendo labores de carpintería, algo así, tan discreto era, y que por fuerza conocía a esos tres hermanos, los que éramos entonces, de vernos pasar todos los días, testigo diario de una inquietud, la nuestra, que parecía mover las calles de la ciudad.

Cuánto tardó ese niño en pasar de la extrañeza a la nueva carrera hacia el padre, el verdadero, esta vez ya sin sorpresa posible, correr hasta conseguir el abrazo seguro, cuánto, no lo sé, el recuerdo se desdibuja, amenaza con escaparse, o con demandar agregados innecesarios, como si pidiera ser terminado hoy, y qué sería eso, pero no quiero, a quién podría interesarle, si en realidad se pierde, y es mejor que quede lo perdido incluso en el recuerdo, aceptar que al tiempo que unas cosas se dibujan otras se desdibujan, empezando porque atrás quedó en el inicio de la carrera la madre, que debió contemplar la escena igualmente sorprendida, avanzando lentamente por donde los tres niños habían volado, asistiendo a aquel extraño encuentro, aquella efusión afectiva que no era para nada la norma, y precisamente aquella tarde hacia aquel desconocido, habiendo producido aquel soberano error de reconocimiento colectivo, una ilusión infantil sostenida hasta emprender de nuevo la marcha, primero la de los tres niños hasta llegar al padre, el real, después, la de la madre llegando ella también, tras haber hecho esa escala intermedia, quién sabe si oficiando ella la disculpa que sus hijos no dieron, ante la insólita nota musical, el carpintero, y llegando por fin, como acordeón que se cierra, hasta su marido.

3

Una consulta a la madre permite corregir de nuevo la escena. Había surgido una duda, una sospecha sobre ese conjunto que se forma cuando todo tiende a encajar. Tal vez era cuestión de los plurales, había algo en ellos, en ese nosotros sobre el que se orquestaba la acción, que molestaba. Mejor separar un poco, distinguir recuerdo de agregados, dibujo y color, antes de volver a mezclar. Porque una vez abierto, el recuerdo pedía continuar, descubrir el detalle en el relato. El caso es que la intuición de que no fue del todo así, tal como el primer recuerdo se construyó en la narración, promovió la consulta. Estando madre disponible, y dichosa ante tal requerimiento, era lícito preguntarse si se trataba de un recuerdo o de una fantasía. Bien podría ser un sueño, de esos diurnos, tan queridos por el hermano de en medio. Pero no, la madre viene a confirmar la veracidad del recuerdo. La escena ocurrió. A grandes rasgos el recuerdo es coincidente. Casi presto a validar el suceso como sueño diurno resulta que no, ni sueño ni fantasía, una realidad en toda regla. Qué hacer. Ya puestos, saber qué ocurrió. En la medida de lo posible. Aun caminando en el terreno de nuevo poco firme del recuerdo, ahora el de ella, parecía posible saber qué ocurrió. No tanto por afán de veracidad, sino por distinguir la cosecha propia, las variaciones, y por buscar después la base de los detalles sin base. Para ello bastaba que las líneas generales fueran precisas, que el marco de la escena fuera claro, y lo era. Eso permitía ir a los lugares particulares, a lo que interesa, allí donde el nosotros necesariamente se pierde. A dibujar eso que se desdibuja. La búsqueda es siempre personal, por más que provoque incomodidad en el demandante, que toma nota del detalle de la nueva versión.

Fue el mediano de los tres hermanos. Fuiste tú, dice ella, quien se adelantó en la carrera, quien llegó primero a los pies de aquel hombre con gran parecido a tu padre y lo abrazó. Lo rodeaste con tus bracitos a la altura de sus piernas. El inesperado protagonismo me resulta de repente molesto. Busco volver al relato. Pero enseguida surge otra zona de sombra en la suposición de que debieron ser los otros dos hermanos los que intuyeron que algo no marchaba. Quedaba pues identificar bien la incertidumbre ante la sorpresa. Fuera la de uno, la de dos, la de los tres. Y en qué orden. Cómo llegó cada uno a ella, y cómo se propagó. Un detalle esencial que requiere precisión. Volver a dibujar tanto la sorpresa como la reacción vivida ante aquel hombre, que era el carpintero que trabajaba en el diminuto taller, justo al lado de donde estaba aquella tarde. Y de nuevo, la imagen se hace recuerdo. Lo veo allí, de pie, a un par de pasos de la puerta de la carpintería, erguido todo lo alto que era, justo según se sube la calle, en su segunda esquina derecha. Veo a aquel trabajador de extraordinario parecido físico al padre de aquellos tres hermanos, un doble del padre, por así decirlo, situado aquella tarde a unos cuarenta metros del verdadero padre. Y es entonces cuando se produce este vuelco inesperado de la escena. El viraje de los niños hacia el nuevo centro. En efecto, una vez suspendido el espejismo, emerge de nuevo la figura del padre, apareciendo ahora en su lugar habitual, delante del portal de la casa señorial donde trabaja. La imagen sube hasta el rostro. Diríase que ha visto la escena. Sonríe.

4

Madre identificó al que alcanzó primero el objetivo, el inicial, el que resultó fallido, pero el resto se ha vuelto a desdibujar. Qué ocurrió a continuación. El recuerdo tiende al plural, dibuja una colectividad de niños que revolotean como bandada de pájaros de un centro a otro. Sabemos que su primer movimiento culminó en alcance, que después llegó la sorpresa ante el desatino, y cómo este relanzó un segundo movimiento hasta alcanzar la segunda figura expectante, el verdadero padre. Una duplicidad que muestra la distancia entre una espera, imaginada, y la otra, real, pero también la cercanía entre espera y encuentro, que anima todo el movimiento. Y es aquí donde el detalle insiste. Qué hizo el primero tras llegar a su infructuoso destino, qué hizo el segundo, qué hizo el tercero. El primero en llegar, que era el segundo de los hermanos, desanuda sus brazos y despega su cabeza de las piernas del desconocido. Es la nueva opción que se escribe ahora como recuerdo. En efecto, siento esos bracitos como míos. Los siento abrazando las piernas del padre que no era tal, y en cuyo hueco entregué mi cabecita. Esto pasa a ser la realidad. Los ojos cerrados, sin poder ver más allá, hasta que intuyo que algo desvela mi error. Cuando ya se ha desatado de nuevo el movimiento, y voy a la zaga. Esta vez el primero en arrancar es el mayor de los hermanos, el que fue segundo en llegar al primer destino. Es lógico, fue él quien accedió primero a una perspectiva más amplia de la calle. Al tercero, debido a su corta edad, es difícil imaginar dirigiendo la acción, pero quién sabe, no estar en el engaño de la competencia de los dos primeros sin duda lo liberaba. Veo entonces al hermano mayor liderar el segundo movimiento, esta vez hacia el padre real. Veo al segundo seguirle a escasa distancia. Veo al tercero correr también, a escasa distancia del segundo. El orden es ahora el jerárquico estricto, y en ese orden alcanzan el objetivo.

Cada detalle crea su recuerdo. A modo de pintura china, la perspectiva la crea el detalle. Llegar al padre la segunda vez no es lo mismo que la primera, tiene ahora un efecto de descubrimiento, pero también de amenaza, puede desvanecerse. Antes la acción se inscribía en un juego colectivo, ya no es posible, ahora cada uno pinta su rincón del cuadro. Y la escena se hace múltiple. Poco importa, por ejemplo, el orden de llegada, o que el cierre se hiciera en acordeón, porque a continuación la escena se vuelve a abrir, dando otros tonos. La ilusión de la primera llegada es difícil que se reproduzca en la segunda, por más real que fuera. Tal vez por eso la sonrisa del padre muestra ahora una reserva. Sonríe, sí, pero me pregunto si entendió la escena, incluso si la vio realmente. No recuerdo que se hablara jamás de ello. Ni sé por qué me sigue hablando hoy. Solo, que se va haciendo más concreta. Y áspera. Justo en ese segundo movimiento que va hacia el padre. Como si la ilusión se estrellara con alguna realidad que no consigo ver. Y vuelve de nuevo la imagen, a ráfagas. Arranca a correr el hijo mayor y cruza la calle. Le sigue el segundo, después el tercero. Se acercan a destino. Pero en esta ocasión los abrazos no son necesarios. El contacto es ligero, un leve roce al pasar. Debido sin duda a la emoción, que inundando la escena seca los actos. Normaliza el encuentro. Así es. Un leve roce y cada uno va entrando en casa. Después llega la madre. Cruce de miradas. Ella deja caer una palabra. Como si todo en aquella tarde hubiera sido normal.

Zacarías Marco, marzo de 2024