Los destellos ocultos de la belleza

6438215Los avatares que ha sufrido la recepción de la pintura de Armando Suárez nos brindan la oportunidad de someter a discusión un aspecto esencial de la actividad artística, el planteamiento de la dualidad como mecanismo de defensa. Entendido en cualquiera de sus manifestaciones (autor y obra, artista y espectador, realización y contemplación, forma y contenido), todas ellas responden a un levantamiento defensivo frente al arte. Y no dudaremos en incluir aquí las actitudes reverenciales, que sólo contribuyen a abrir el foso respecto a lo más genuino de la obra artística, que es su potencial perturbador. Se hace necesario, por ello, un cambio de rumbo.

Hay muchas maneras de defenderse de lo que uno no entiende, y puede que, aun sin saberlo, cada cual termine eligiendo la suya. Pero, aun cuando la defensa frente al encuentro con lo desconocido pueda ser exitosa y logre seducir al sujeto con el sueño de una vida al abrigo de inclemencias, lo hará sin garantía, pues no evitará la amenaza de una crecida que evidencie en el castillo de arena su falta de argamasa. Apreciar en el otro estas sacudidas está al alcance de cualquiera, lo difícil, porque nos protegemos, es apreciarlas en uno mismo. Así, tendemos fácilmente a nombrar lo que altera como ajeno, y lo parcelamos en el otro para mantenerlo a distancia. Hacemos de él nuestro afuera, un afuera con el que negociar según las reglas de la época. Uno de los nombres del afuera es el arte; otro, la locura. Dos nombres que la modernidad emparentó como fruto del surgimiento a partir de Kant del concepto de lo sublime, aunque también pudo ocurrir al revés, y fuera el empuje del tratamiento del exceso en la experiencia estética lo que terminara propiciando su paso a concepto. En cualquier caso, la concepción clásica de lo bello quedaría a partir de entonces dinamitada por el exceso, un exceso que se derramaría ahora tanto por su lado sublime como por su oculto reverso.

Dicho de otra manera, la época moderna rasgó el velo que tan exitosamente cubría el horror y, no sólo el artista, también el espectador fue convocado a hacer una experiencia contemplativa que excede por completo la stasis clásica. A partir de entonces, el arte vino a ser uno de esos territorios peligrosos donde se asalta lo desconocido, lo desconocido de nosotros mismos. Pero también por eso, el que comunica a los demás su encuentro con lo descarnado de la existencia será visto con recelo. Ha osado pasearse más allá de la frontera, se ha adentrado en los abismos en pos de un conocimiento y tendrá que pagar por ello. Con frecuencia, bastará con el precio de la incomprensión. Si su empeño por comunicar el fruto de su experiencia molesta, se podrá, por ejemplo, declararlo loco e impedirle pintar. Pero la incomprensión no es, ni de lejos, el medio de protección más exitoso, pues provoca en el artista una respuesta airada que lo pone a producir sin descanso. Aquí nos vamos a fijar, sobre todo, en otro mecanismo, la interpretación, no la interpretación en general sino la forma común de entenderla.

Sabemos cómo sufrió Armando de la mano de la psiquiatría el primero de estos mecanismos, el silenciador. Una psiquiatría que, abrazando el cientificismo en boga, había dejado de escuchar los delirios de los locos y buscaba por todos los medios disponibles –y eran muchos y muy persuasivos– anular sus manifestaciones, algo que en su caso equivalía a impedir una parte de su actividad creadora. HTC IXCiertamente, el psiquiatra que le prohibía, que lo apartaba de la pintura de los platillos volantes, de esa luz y de esos destellos en los que Armando materializaba su paseo por la cara oculta de su alma, pensaría que era lo mejor. Pero no hay que dejarse engañar, la decisión del poder médico no estaba basada en ningún principio terapéutico comprobado; se trataba, simplemente, de no querer escuchar lo que perturba. Si verdaderamente se atendiera a razones terapéuticas, el delirio podría entonces ser entendido como el fruto de un esfuerzo por meter en presupuestos lógicos lo que al cuerpo y a la mente desborda. Frente a la devastación interior que amenaza a aquel que sufre manifestaciones bizarras, el delirio, con frecuencia, apacigua, por mucho que moleste a los que están alrededor.

Hasta donde permite deducir la lectura de las notas manuscritas de algunos de los cuadernos de Armando –y con la cautela necesaria–, parece desprenderse de la construcción del delirio una acción benefactora. Después de desarmarse en su juventud en un estallido persecutorio, Armando había conseguido rearmarse –ahora pacíficamente– un lugar en el mundo. Por precario que fuera, había conseguido lo que cualquier sistema filosófico tradicional persigue, una concepción de la existencia donde la relación con el otro, con el diferente, deje de perturbar, al menos en el grado en que anteriormente lo hacía. Armando elaboró un sistema, esto es, una organización que tiene una coherencia interna, que le sirvió para orientarse por la vida. No sólo ubicó allí el bien y el mal, para combatir este último mediante una misión pacificadora, sino que, aun comunicándose con lo divino, logró introducir un elemento de modestia con el que poder negociar la deriva megalómana. Obviamente, no es que el delirio no lo empujara a creerse en posesión de una verdad, no es que no tuviera la certeza de la revelación, sino que supo hacer algo con ello para pacificar tanto su encuentro con el otro, como con sus propias percepciones sensoriales, aquellas que, de otra manera, le hubieran sumido en una perplejidad paralizante. Lo vemos, por ejemplo, en el cuadro donde ha escrito su sistema en los huecos de un espacio interestelar, un espacio plagado de círculos amenazantes –recordemos que el negro es para él el error, el mal; el rojo, la sangre, el crimen; el amarillo, el orgullo, la avaricia–, pero donde Armando se ha reservado la protección del círculo blanco, el color que representa el amor a la vida y a la verdad, y justo en su centro ha plasmado su firma. Un éxito nominativo de un fulgor que conmueve.

Vayamos ahora al segundo punto. Aparte del mecanismo silenciador existe otro modo de defensa que nos afecta a todos cada vez que nos acercamos a contemplar una obra de arte: la interpretación. Para entenderlo, empecemos recordando el impresionante artículo, titulado El mundo y el pantalón, que sobre la pintura de los hermanos Van Velde escribe Samuel Beckett al acabar la segunda guerra mundial. Leemos allí cómo desmonta todo el acercamiento tradicional de la crítica a la obra de arte, y la razón es clara, pues toda ella procura crear un saber que medie entre el espectador y el cuadro. El objetivo de esta jugada es privarle de su contacto, privar al espectador del trastorno que le ocasionaría el contacto directo con lo que el pintor le ofrece. Parece que no hay remedio, cuanto más trata el artista con lo insoportable de la existencia, más defensa provoca. Y, en definitiva, poco importa dónde la provoque, si del lado de la censura, si del lado de la producción de saber. Directa o indirectamente ambas vías terminan ahogando su obra. Por eso Beckett reivindica volver al no saber, a la incomodidad del no saber para abordar la experiencia estética. Retrasar al máximo el apaciguador contexto que nos ubique frente a lo desconocido, y preguntarnos primero ¿qué muestra?, ¿qué me dice?, ¿qué fantasmas suscita? Mantenernos en los territorios permeables a la posibilidad del contagio, y hacer allí nuestro recorrido al lado del suyo, camino de lo indecible. Por supuesto, el resultado de esta relación con la obra no tendrá nunca validez universal. Incluso puede no ser grato, porque la obra es el velo con el que el artista trató el horror. Pero intentemos no transformarlo en pantalla, en espejo, para que podamos observar a través de sus transparencias el cuerpo del delito. El que opte por la pantalla entrará de lleno en el juego defensivo de las dicotomías. El que opte por la transparencia abrirá la puerta a otro tipo de experimentación.

Se deduce de lo expuesto que evitaremos hacer aquí lo que comúnmente se entiende por una interpretación psicoanalítica de la pintura de Armando Suárez, sería caer de lleno en la misma trampa que se pretende denunciar. Mejor dejarse llevar por sus cuadros, entendidos como transparencias, que son el modo con el que el artista ha cubierto el horror. Surgirá entonces otro modo de interpretar, un modo menos defensivo. De estas dos modalidades de interpretación, la primera estaría emparentada con la que desarrolló Freud llevado por una idea de inconsciente como reservorio de lo reprimido, lo que implicaba la búsqueda de su traducción (revelando lo reprimido), algo que encajaba de maravilla con la pasión de Freud por el saber. La segunda, en cambio, correspondería al concepto de inconsciente, no como territorio sino como pulsación, que desarrolló posteriormente Lacan. No se trataría ya de dar cuenta de la otra escena, la reprimida, sino de entender el inconsciente mismo como un aparataje que realiza una escritura mítica del encuentro del sujeto con lo que lo trauma. En el caso de Armando, esta escritura primera no resultó exitosa –hablaríamos por ello de psicosis–, y tuvo que armarse otra para desarmar al mundo de su poder amenazante. Pero para el resto, para quien el aparataje ya cumplió su función –hablaríamos por ello de neurosis–, es mejor no montar otro y proceder al desarme que se pueda. En definitiva, hacer de la pantalla un filtro, esto es, agujerear la protección del saber para que la obra nos cale.

Volvemos, para terminar, a los cuadros de Armando. Nos fijamos tanto en los que pintó para dar cuenta de las percepciones sobrehumanas que conmovían su espíritu, donde con colores y formas puras y luminosas consigue moldear las emergencias de un cosmos para inscribir finalmente en él su nombre, como en los paisajes, urbanos y de naturaleza, desiertos siempre de figuras humanas, pues también en estos sus líneas gruesas y formas adustas nos transmiten el mismo anhelo de armonización, de relación ordenada, de paz, de quien está en guerra consigo mismo. Cabe preguntarse si la belleza de estos últimos, los bien recibidos por el público, estaría basada en haber sabido hurtarnos los misteriosos destellos de los otros, los rechazados. Así entendidos, el paseo de Armando por lo siniestro nos habría dejado unos cuadros bellos, y otros con el toque sublime de la locura.

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Zacarías Marco, 2 de mayo de 2017