Decimoquinto aforismo: «La letra dibuja el borde del agujero en el saber»

Confieso mi sorpresa al toparme con este aforismo. No estaba previsto. Brilló al pasar y me hizo volver la vista. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué veo dibujarse a mi alrededor? Salgo del agua. Ando unos pasos y me detengo. Detrás, se escucha el mar; delante, los campos en calma. Mis pies se hunden, todavía en el borde, salpicados por la espuma de las olas.

Tratábamos de entender en el aforismo anterior la diferencia entre el territorio de lalengua y el del lenguaje. Una diferencia de naturaleza que obligaba a desechar tanto la metáfora de la frontera entre ambos como el calificativo de territorio para la primera. Si el territorio podía vestir bien al lenguaje, debido a su confección ordenada, a su gramática, para lalengua se nos imponía una imagen líquida, marina, el lugar donde la cría humana tomó su primer baño. Este mundo fónico madre-hijo, surgido en una inicial indiferenciación que cosía la pulsión a la palabra, tiene un carácter mítico. Pertenece a un tiempo sin relato, un tiempo cero previo a toda articulación social. Para llegar al estadio siguiente, el ser hablante ha de salir primero de las aguas. Podemos imaginarlo secándose a medida que se adentra en tierra firme, en lo que será propiamente un territorio, con su cartografía, su mundo de metáforas y metonimias. Y una vez hablante, el parlêtre abandonará la lengua en madre para adoptar la lengua con los otros. Se vestirá de lenguaje, se mirará en ese espejo y se reconocerá en él. Sin duda, perderá algo gozoso, pero se resarcirá abriéndose camino en el saber. Con gran satisfacción roturará sus campos y se abonará al sentido, a los frutos del lenguaje herramienta. Es posible que este olvido de sus orígenes sea su única manera de entrar en lo común, en la comunicación, pero se engañará si piensa haber dejado atrás, definitivamente, su origen marino. Sí, pobre sabelotodo, inconsciente de su escisión. Las aguas le acompañarán tierra adentro, solo que de otra manera. Aquellos significantes que llevaban impreso el lazo pulsional con el Otro pasarán a ser sus marcas de goce, las letras que configurarán su inconsciente. Y éste hará con ellas su propia lectura, una interpretación que Lacan distinguió del saber consciente honorándola como un saber-hacer.

¿Qué tenemos? Del lado de la conciencia, un saber que oculta el agujero que tiene en su centro. Del lado inconsciente, un saber-hacer con él. Y a esta primera oposición se le añade después una diferencia surgida en el segundo, porque el inconsciente que interpreta no es ya el mismo que aquel en el que se inscribieron las marcas originarias. El segundo, el inconsciente transferencial, vendría a interpretar al primero, el inconsciente real. ¿Cómo lo hace? Escribiendo con sus letras sin sentido el síntoma. Porque el síntoma, cuando deja de ser visto como forma de expresión para ser pensado a partir de su funcionamiento, no es otra cosa que el modo en que el sujeto articula los registros real, simbólico e imaginario, tejiendo el nudo que organizará su vida.

Tras dibujar este recorrido que viene del aforismo anterior, pero que también lanza sus arpones hacia los siguientes, reducimos de nuevo nuestras redes. Del espesor de su zurcido depende que obtengamos unos peces u otros. Hay que procurar mantenerse a cierta distancia de la metodología, mirarla siempre con recelo antes de dar el paso siguiente. Porque una vez entendida la diferencia entre el lenguaje y lalengua, que es lo que todo análisis promueve, lo que nos interesa es volver a la zona donde las aguas se mezclan, a esa estructura de borde que lo hace posible. Ya utilizamos aquella preciosa palabra, litoral, que apareció en un texto de Lacan de principios de los años 70, Lituratierra. Ahora nos pasearemos por esta zona incierta donde el oleaje sacude la costa, un lugar mutante, salpicado de palabras juguetonas.

Lacan se inspira en la caligrafía japonesa y en la huella que deja la lluvia en el paisaje para transmitirnos una noción que atenta contra el sentido común. Nos dice que la marca que deja la palabra en el ser hablante, la letra, no es primera, surge como efecto de su propia tachadura. O sea, que la tachadura no lo es de ninguna huella previa. ¡Uf! ¡Qué locura! ¡Cómo es posible! Lacan nos dice que la letra que forma la arena del litoral se define retroactivamente a partir de una tachadura. Nos detenemos aquí y lo volvemos a leer. Listo. Bien, esto tiene ecos de algo, ¿no? Parece que define una estructura ya vista. Por un lado, hay una huella evidente del pensamiento de Heidegger, que no osaremos borrar; por otro, ya en nuestro ámbito, ¿no reconocemos algo que tiene un cierto aire de familia? Sí, es la misma estructura del objeto perdido, que se instala como perdido sin haber ocupado jamás ese lugar. O la que tiene el trauma, que se produce tras dotar de sentido (actual y traumático) a una vivencia pasada (hasta entonces enigmática).

En realidad, Lacan nos ofrece aquí una nueva escritura de lo que había detectado muchos años atrás, que toda repetición sintomática procede, precisamente, de lo que no fue. Una estructura impresa en el lenguaje que contrapone en este texto a la que por aquel entonces sostenía Jacques Derrida. Contrariamente a éste, Lacan sostiene que la letra no es primera. La letra surgió de la partición entre el significante y el significado al colarse entre medias, en el encuentro con el Otro, la pulsión. Primero, pues, no lo simbólico sino lo real. Una partición y un encuentro que conformarán, en après-coup, la escritura de goce del sujeto. Como vemos, una lógica contra intuitiva que busca no enredarse en el sentido para pensar lo que lo excede, lalengua.

Dejamos pues el territorio y regresamos al litoral. Dejamos las leyes del significante, el mundo simbólico que sentenció la muerte de la cosa, y volvemos a la mixtura con lo real. Allí, en el litoral, la letra dibuja el borde del agujero en el saber.

¿No se entiende? Tiro la toalla. Aunque quizás no se entienda… ¡y con razón!

¿Otra vuelta? Empecemos ahora por el final. Ese saber construido en el territorio del lenguaje se caracteriza, como lo simbólico mismo, por estar agujereado, por tener en su centro un vacío, un no-saber originario. Lacan toma de Georges Bataille este concepto fundamental y lo aplica a su manera. El no saber no es lo opuesto al saber, ni se resuelve en una dialéctica concreta. Siendo origen del saber, también es el lugar donde volvemos a refrescarnos tras los fatigosos paseos por los relatos del saber. Saber, hay que saberlo todo, pero para acceder a otro lugar. Porque en el no saber se encuentra una verdad superior, que no hay verdad. Sería nuestro lugar ontológico, tanto origen como meta. Partimos de él, y Lacan nos invita a volver a él.

¿Cómo pensar este vacío originario en el saber? Podemos darle un nombre a la falta de respuesta para las preguntas fundamentales de la existencia, pero nos interesa primero destacar su estructura. Nos asaltará su evidencia. Que el saber sea siempre una construcción nos indica, precisamente, que en su centro no lo hay. Todas nuestras teorías se erigen sobre esta falta originaria de saber, que viene a ser el contrapunto humano a lo que es en el animal el instinto. Un saber que, de darse, nos otorgaría de entrada una posición sobre nuestros deseos y nuestras metas, sobre nuestra orientación sexual, sobre la relación con los otros, sobre nuestro lugar en el mundo. Pero en el lugar de ese saber encontramos un agujero. Naturalmente, esto no se soporta, y de ahí las construcciones. ¿Qué viene entonces a dibujarse en su borde? ¿Teorías? Bueno, teorías también, pero éstas se decantan en un movimiento segundo, el que viene a representar la posición, ya consciente, del sujeto. Una posición que depende de su respuesta sintomática a esos enigmas que surgieron en el intercambio primero con el Otro, donde se imprimieron las huellas de la pulsión… Como vemos, Lacan nos lleva siempre hacia esos lugares insoportables.

Basta. Cambiaré de estrategia. Explicar, explicarse, dejemos esos absurdos. Para hablar del litoral hay que hablar litoral, lanzarse al encuentro con la ola. Antes de entrar en la escritura del síntoma, que veremos en el siguiente aforismo, conviene tratar primero el problema de la letra en la escritura de vanguardia, que es la que recupera el borramiento (litura) como su acto inaugural. Una lituratierra que muestre el vacío perdido de la literatura.

Bienvenidos, pues, al litoral. A la lengua litoral, al lugar donde se deposita la basura que el mar devuelve a la costa. A la letra vuelta basura, a la letter vuelta litter. Bienvenidos a las palabras valija de Marcel Duchamp, a las palabras que han perdido las cadenas del sentido para atraer otros nexos. Bienvenidos a las palabras sin arrugas de las que hablaba André Breton a principios de los años 20, a las palabras que hacen el amor tras haberse emancipado de su etimología. Bienvenidos a los análisis de Georges Bataille y de Maurice Blanchot sobre la escritura de vanguardia, al libro por venir. Bienvenidos a una literatura que retorna al kilómetro cero de la escritura, de la que hablaba Roland Barthes en los años 50, una escritura desnuda del saber formal y estilístico que la había llevado a su agotamiento decimonónico.

Lacan no esperó a los años 70 para descubrir que el arte, con las adherencias todavía húmedas de la letra, habla litoral. El encuentro con el grupo surrealista en los años 30 había cambiado su vida, lo autorizó a desprenderse de su pasado burgués y provocó incluso su ruptura matrimonial. No es sorprendente entonces que encontremos en el Seminario de La carta robada, escrito a mediados de los años 50, una primera alusión a la letra-litter de Joyce. Lacan analizaba el cuento de Poe para ilustrar la determinación del sujeto por el significante. Abro paréntesis, ciertas conexiones nos interesan. Por ejemplo, que nada se sepa del contenido de la carta, que sea su ocultamiento (tachadura) lo que le confiere todo su valor. Un valor significante que colocará a la carta-letter como personaje central, para dirigir después al resto de personajes a ocupar los lugares intercambiables de la estructura. Porque es el hecho mismo de que esté en espera, en souffrance, lo que la transforma en batuta de la danza de posiciones, lo que desencadena y dirige la acción. Por eso, una carta llega siempre a su destino. Cierro paréntesis, dejamos aquí la estructura y volvemos a los efectos de lo real en la letra, a la letra-litter de Joyce.

El homenaje a la escritura de vanguardia cristalizará dos décadas después en el texto de Lituratierra, pero con una sorpresa añadida, en la lista figura también otro escritor irlandés, Beckett, por aquel entonces condenado a la fama. A él le reserva el mayor elogio posible, nada menos que haber salvado el honor de la literatura por haber elevado el desecho a la condición de único objeto del arte. Y no hay que forzar mucho su lectura para deducir que con tales hermanamientos literarios Lacan se nos presenta, él mismo, como el salvador del psicoanálisis. ¿Es exagerado? Tal vez no tanto. Hay que reconocer que tras haber aportado su pequeño invento, el objeto a, Lacan había llevado al psicoanálisis a ese mismo encuentro con lo imposible. El paralelismo es estricto. Y tiene similares consecuencias. Igual que el bello producto literario es para el escritor modernista el principal enemigo de la literatura, la inmundicia con la que el psicoanálisis trabaja no puede dejar de provocar, como denunció Lacan, una fuerte resistencia, ¡empezando por la de los propios psicoanalistas! …Por lo que es forzoso admitir que, después de Freud, nadie hizo tanto para devolver a esa inmundicia sobre la que circulan nuestros deseos toda su dignidad.

Prometí lengua litoral, ni rastro todavía. Probemos con Joyce, Beckett, Lacan. Un trío a orillas del Sena.

Joyce trabajó siempre en la desarticulación de la palabra. La vivió en sus carnes como un objeto extraño al que el lazo del sentido no conseguía atrapar. Una verdad a la que fue fiel, consciente de que su vida pendía de ello. Porque su vida, cada una de sus emociones y experiencias, no era nada si no conseguía fecundar con ellas cada palabra. Joyce estaba en esa traslación imposible, en la lengua litoral. Son las palabras espuma de las olas, lalengua Joyce. Desde sus tempranas epifanías a la lengua nocturna de su última obra, todo fue un Work in Progress, un camino hacia las entrañas de la extrañeza. Creyendo en el croar donde se crea la lengua universal. En el batir de las palabras. En la rima de su canto. En la risa de sus aguas. En los ríos de la lengua. En los rizos de sus cabellos. En el mareo de sus mareas. En su turbio parloteo. En su efecto engendrador. En sus cauces infinitos. Porque si Joyce multiplicó exponencialmente las estrategias simbólicas, fue para hacer que cada palabra, y con el tiempo cada fonema, sonara como algo único. Con todos los ecos de una nota musical. La más vulgar de las piedras brillando en mitad del pentagrama.

El arte no traduce, trae a la gramática lo que le es ajeno, todo lo sucio que desechó, ¡y la obliga a reaccionar! El arte es esa reacción, el resultado de ese trayecto. Un trayecto que dice sí a su singularidad, a la humedad perdida. Joyce consiguió sostenerse en ese saber-hacer con su imposible. Trabajó en la precariedad de su síntoma, zurciendo una a una sus deshilachadas hebras hasta conseguir un sinthome. Lacan inventa esta litter de la letra del síntoma expresamente para él. Después, el sinthome deviene un hacer posible con el síntoma de cada cual. Lo que era suyo nos abre a lo nuestro. Un poco al modo en que Joyce penetró desde su singularidad los secretos de la lengua desvelándonos lo común de su intimidad. No importa que no podamos seguirle en todos sus pasos, nos ha mostrado que en lo más propio está escrita la naturaleza perdida del lenguaje, aunque su luz pueda resultarnos cegadora. Es lo que tiene que el sentido no nos sirva ya de armadura. En ese borde, las palabras se descomponen y sus astillas se nos clavan.

Beckett definió la salpicadura fónica de Finnegans Wake a sus 22 años con una precisión que todavía hoy nos deja boquiabiertos. Lacan conocía bien este pasaje, mil veces citado, que parafraseó refiriéndose a sus propios Escritos. No importa, lo citamos una vez más: “Aquí la forma es contenido y el contenido es forma. Se quejan ustedes de que esto no está escrito en inglés. Ni siquiera escrito. No es para leer, o más bien no sólo para leer. Es para mirarlo y escucharlo. Su texto no versa sobre algo, es ese algo mismo. Cuando el significado es dormir, las palabras se echan a dormir. Cuando el significado es bailar, las palabras bailan”. Impresionante. Después de leerlo necesitamos una pausa, un silencio… Beckett describe el arte reventando la dualidad, reventando la estrategia aprehensiva que fomenta el lenguaje analítico. Podríamos leer aquí el llamado contenido como el enlace simbólico que promueve el sentido, y la forma como lo que es estrictamente significante, pero creo que Beckett nos autorizaría a ir un poco más lejos. Podemos forzarlo hasta ver en ese algo mismo la cosa en sí. Al menos, lo que de ella irrumpe en la escritura.

Veinte años después, Beckett resumiría el problema del arte como el necesario enfrentamiento con la imposibilidad de acceder al objeto, teniendo a mano sólo la representación. El artista, en el arte de las vanguardias del siglo XX, no podía seguir engañándose por más tiempo con la bella factura de su producto, so pena de emprender el camino de la subsistencia. ¿Qué le quedaba? Atreverse con ese fracaso, mostrar las condiciones de su imposibilidad.

Se entiende lo que dice, pero al arrojarse a tramar el vacío del objeto, Beckett hizo algo más. Sus geometrías de la palabra colonizan el silencio de una manera totalmente nueva, insólita. Se repite (con él) que sus palabras no añaden, restan, pero esta resta se vuelve también objeto. Intentamos describir esta constante, inimitable, que sorprende al lector en cada frase. ¿Cuál es la escritura Beckett, su lengua litoral? Se ha hablado de la despalabra, del lugar inaudito donde surge la palabra, un lugar que él identificaba como todavía no nacido. Vemos cómo Beckett le pone nombre a la tachadura de la que hablábamos, está en ella, en el borde mismo de la pérdida imposible. Y no se separa de ahí. Su increíble fidelidad a la ausencia del objeto implica rehacer sin descanso el encuentro como imposible. Resultado, Beckett no nos trae el objeto (no se puede), nos trae su vacío. La mano Beckett borra hasta dejar ese resto, ese resto en souffrance. Pero eso no es todo, porque articulando de mil maneras su espera, el inexistente encuentro, Beckett hace del vacío su objeto. Un objeto convertido en la obra abierta que vemos, que leemos. El objeto letra dirigiendo el baile inacabable de las palabras. Beckett, la letra.

Veíamos cómo Joyce dijo sí a su singularidad devolviendo la palabra al litoral de lalengua. También Beckett hará posible su escritura diciendo sí a su singularidad, pero por un camino inverso. Descubrió que su inicial alarde de saber ocultaba una verdad incómoda, un agujero. Y aguantó enfrentarlo. No seguir engañando lo propio de él, lo que llamaba su locura, su no poder, su no saber. Y el día que por fin lo aceptó, dijo adiós, a un tiempo, al maestro Joyce y a la lengua materna. ¡Adiós, adiós! Lo suyo era salir de ella, volverla otra. Joyce hacía su saber-hacer con la lengua materna. Mostró que la verdad del lenguaje era lalengua. Abrió sus compuertas e inundó con ella los campos del lenguaje. Beckett, en cambio, hacía su no saber, drenaba sus campos y ponía a secar en ellos la letra. Un caso límite de exilio de lalengua. Escribiendo en francés, Beckett desmaternizó la lengua, se deshizo de ella para hacerla objeto perdido. Y una vez purgado el exceso, pudo volver años después al inglés, volver a su antigua lengua materna siendo otra, nunca más lalengua materna.

¿Pero se entiende? No quiere decir que marcando el objeto como perdido entrara, como un neurótico más, en los engaños imaginarios del deseo. Nada de eso. Beckett los señala desde una herida que no puede cerrarse, y es esta herida el objeto a cartografiar, su purgatorio. ¡Qué destierro el suyo! ¡Qué dimensión de la espera! ¡Qué presencia de la ausencia! Recordemos que fue Joyce quien describió la ausencia como el grado más elevado de la presencia porque en su exilio no había pérdida. Todo estaba en todo: en París, Dublín; en Dublín, todas las ciudades. En esa circularidad y equivalencia de contrarios Joyce encontraba la expansión. En Beckett, en cambio, la mezcla no existe, todo se disocia, el espejo se rompe y hasta sus restos exigen su propia concreción. Y una diferente cada vez. En cada texto una nueva danza de posiciones, una nueva estructura promovida por la letra Beckett.

En definitiva, mientras Joyce introduce la posibilidad en el momento en que cesa de no escribirse, en Beckett leemos la imposibilidad que no cesa de escribirse.

Debido a su continua enseñanza, ambos escritores se han convertido en referencias obligadas para el psicoanálisis. Si Joyce nos ilustra la posibilidad del sinthome, como un éxito posible, de Beckett aprendemos el fracaso como necesario, la pérdida inevitable que nos ilustra la naturaleza del objeto a, justo en el vértice entre el deseo y la melancolía. Enseñanzas beckettianas para la posición del analista y también para la posición del analizante. Sus textos ponen letra donde no la había. Desvelan la vacuidad del semblante ante la caída del discurso. Nos enfrentan a la fractura del yo de la que todos venimos. Porque cuando Beckett se escribe, nos escribe. Escribe nuestro No yo, nuestro Sin, nuestro Impromptu, nuestros Pasos, nuestro Rumbo a peor

Pido disculpas, me dejé llevar por la contraposición Joyce-Beckett. Da juego, pero tiene un punto engañoso. Qué fácilmente sucumbimos al atractivo de la dualidad, la lengua afín al saber. Mejor retornar a la escritura, a esa bahía donde las aguas se mezclan. Lacan hizo con Joyce y con Beckett un curioso trío leyendo la clínica como poema y hablando al psicoanálisis en lengua litoral. Recordándonos que cada uno crea la lengua que habla, dándole así vida al lenguaje, Lacan llevó al psicoanálisis al lugar de la creación. Por eso nuestro reto es escribirlo, no transcribirlo, porque cuando se copia al maestro uno se acerca al saber y se aleja del litoral. La escritura se produce en el litoral, y para ir al propio hay que decir varios adioses, al menos dos, como hizo Beckett.

Entonces, escribir. No quién escribe, sino qué se escribe. Aguantar el lugar de la escucha. Porque la mano que sujeta el pincel no crea la caligrafía sin ese gesto previo, sin haber aceptado ese borramiento, sin decir ese adiós. Es preciso ir hacia el agujero. Aguantar que la escucha vaya apartando la maleza. Vaya tachando el relato que calma. Vaya abriéndose al encuentro con lo que allí surge. Esos signos que la mano, entonces, sólo entonces, escribe. Y los escribe, mientras pueda hacerlo. Escribe la palabra que viene a manchar el silencio. Lo que dure esa palabra. Lo que dure en espera. Su pequeña eternidad. El instante donde escribe la letra que dibuja el borde del agujero en

[Fragmento inaudible. Cae el telón]

Zacarías Marco