Cuando el murmullo en vez de habitarnos retorna desde afuera.

1.

GD-MFA lo largo de la década de los 60’ Deleuze y Foucault intercambian varias reflexiones sobre los procedimientos de escritura marcados por una fractura esquizofrénica. Siendo su interés por el fenómeno de la locura distinto, convergen de manera notable en su acercamiento a Raymond Roussel, Jean-Pierre Brisset y Louis Wolfson. Hablan ambos de tres procedimientos de escritura emparentados en su estructura. En 1962 Foucault escribe una reseña sobre Brisset titulada “El ciclo de las ranas”. En 1964 se publica en Temps Modernes un largo extracto de un libro que hará época, “Le Schizo et les langues”, de Wolfson. Deleuze elaborará sucesivos trabajos inspirados en él y será el invitado a escribir su famoso prefacio para su publicación definitiva, en 1970. Justo después Foucault escribe su prólogo para la edición del libro de Brisset “Gramaire logique” titulado “Siete sentencias sobre el séptimo ángel”, donde retoma el análisis de Deleuze a partir de esta apreciación fundamental: “La psicosis y su lenguaje son inseparables del procedimiento lingüístico, de un procedimiento lingüístico. El problema del procedimiento, en la psicosis, ha reemplazado al problema de la significación y de la represión”.

wolfson 1Este diálogo se enmarca a su vez en el que ambos filósofos mantienen con los planteamientos psicoanalíticos. Hay incluso un paralelismo entre lo que representó en su día la publicación de las Memorias de Schreber, junto con el posterior trabajo de Freud sobre la paranoia, y la publicación de libro de Wolfson, al que Deleuze añade su exquisito estudio. Schreber nos desplegaba su construcción delirante, su exitoso desarrollo de un rico y elaborado sistema de pensamiento por el que Freud llegó a otorgarle, al menos en su aspecto formal, la altura de sistema filosófico. Wolfson, por su parte, nos describe su procedimiento para matar la lengua materna, el inglés. El procedimiento no es artístico, como podemos leer el de Brisset o el de Roussel, que poseen y despliegan un juego interno, evocador, con aquel material primigenio de la lengua, la charca croante, antes de devenir lenguaje estructurado. Wolfson, en cambio, se queda en lo meramente defensivo, tapar la boca que habla. Se trata de descomponer cada palabra y reconstruirla a partir de fragmentos de otras lenguas, se trata de evitar la hemorragia vital provocada por tal o cual consonante que actúa sobre el cuerpo despedazándolo. Y tampoco el procedimiento es científico, pues las reglas fónicas que Wolfson inventa son, como señala Deleuze, ilegítimas. No obstante, es justo ahí, en ese doble simulacro artístico-científico donde radica la importancia del procedimiento de Wolfson, por más que se quede en un “protocolo”, algo que nace de un intento curativo que no termina de ser exitoso.

Tanto Deleuze como Foucault asumen el criterio lacaniano diferenciador de la psicosis, la forclusión, que impide la adquisición del registro de la significación. La quiebra de lo simbólico desata pulsión y cuerpo, y el murmullo indiferenciado es ahora el que comanda. Fueran deudores o no, sus análisis del procedimiento son su certera consecuencia. Resulta hoy llamativo que Deleuze, apartándose del psicoanálisis, según él, fuera más kleiniano que Lacan, y no se pudiera hacer cargo de la parte de mensaje lacaniano que, a su pesar, transmite. En la percepción sobre lo real, –aquí Deleuze diría “una lengua extranjera dentro de la lengua”–, ambos son compañeros de viaje.

2.

Wolfson libro 1El prefacio de Deleuze para “Le Schizo et les langues”, de Wolfson, fue publicado con el título de “Schizologie”, en 1970. El trabajo es reescrito años después, apareciendo como segundo capítulo de su último libro, “Crítica y clínica”, en 1992, bajo el título de “Louis Wolfson o el procedimiento”. Antes de entrar en las reveladoras diferencias entre uno y otro texto, que dan cuenta de dos momentos en el pensamiento de Deleuze, vamos a detenernos en aquellos aspectos comunes que constituyen el núcleo de su aportación decisiva. Se trata del análisis del procedimiento de escritura y la conclusión que extrae. Para entenderlo partiremos del estado de las cosas sobre el que se aplica. Es porque el campo de la significación no se encuentra organizado para atajar un murmullo que se impone, que se recurre a un procedimiento para tratar los fragmentos, el lenguaje hecho astillas. Aparentemente se trata de un desmenuzar la lengua en sus unidades sonoras, pero no, ésta es una percepción equivocada, pensada desde el que no es golpeado por los fragmentos, herido por las astillas, penetrado por las esquirlas de una lengua. Es ésta una percepción pensada desde una configuración donde el aparato simbólico actúa con más o menos éxito, donde el registro de la representación funciona separando cosa y palabra. Aquí estamos en otro campo, con otros resultados. La voz de la madre, dice Wolfson, debe ser detenida porque produce la insoportable vivencia de una vibración en las cavidades de su oído, como si éste fuera una prolongación del cuerpo de ella. Él no es, entonces, sino un mero objeto receptor, vibrátil. Y cada vez que esto ocurre triunfa ella sobre él, sobreviniendo un sentimiento de culpa aniquilador. Por eso, dice, ha de matar la lengua materna. ¿Cuál es su procedimiento? Taparse los oídos y emitir sonidos no es suficiente, tiene también que leer en voz alta un diccionario de lengua extranjera que llevará siempre consigo e intentar tratar el objeto voz de una manera “científica”, fonema a fonema. Wolfson introduce así una composición de saber que permita la sustitución de las “palabras” que dañan por otras que funcionen como equivalentes, construidas a partir de recortes de palabras de otras lenguas. Por lo tanto, lo que busca sustituir no es en realidad una palabra por un constructo lingüístico, sino una esquirla sonora, una pulsión mortífera, por un saber.

deleuzeVeamos cómo lo entiende Deleuze. En los párrafos finales del texto de 1992 leemos que “todas las palabras cuentan una historia de amor, una historia de vida y saber”, pero esa historia no está designada ni significada por las palabras, es más bien lo que hay de “imposible” en el lenguaje, su afuera. El procedimiento lingüístico, inseparable de la psicosis, es el que establece de manera directa esta conexión, esta relación de amor entre vida y saber. El procedimiento, destrozando los significados, empuja al lenguaje a un límite. Traspasarlo significa acceder a las nuevas figuras, “atravesar como vencedor la sinrazón”. Pero Deleuze acaba constatando el fracaso de Wolfson al no saber traspasar ese límite, confinando sus figuras de saber y verdad a la prisión de su procedimiento psicótico.

Desgraciadamente, allí donde Deleuze coloca la palabra “vida” encontramos, en el caso de Wolfson, lo insoportable, el órgano desatado, lo real que hace invivible la vida. Por ello nos parece Deleuze portador de un optimismo difícil de entender. No todas las palabras cuentan esa historia de amor. Allí donde el saber no ha podido adquirir un mínimo de eficacia simbólica, queda una vida muy menguada, reducida a astillas y procedimientos de extracción.

3.

Hacia el final del primer libro de Wolfson que venimos comentando, “Le Schizo et les langues”, el así llamado “estudiante de lenguas esquizofrénico” nos hace partícipes de un descubrimiento, de una “revelación”, al tiempo que esboza la esperanza de un futuro apaciguamiento con sus padres y con la lengua materna. Siguiendo una de sus prácticas masoquistas le sobreviene un día la “verdad de las verdades”. Consiste ésta en que la vida es absolutamente injustificable, no precisa por tanto del saber, ni siquiera saber y vida se contraponen, incluso devienen ambos indistinguibles. Un paradójico hallazgo en forma de una certeza desmontadora de certezas. No es la aceptación del azar o de la contingencia lo que desmonta la certeza sino otra certeza.

deleuze-foucault-lacanAquí damos la razón a Deleuze cuando dice que su procedimiento permanece en cierto modo improductivo al no poder salir vencedor de la sinrazón, al no poder desprenderse de las figuras que lo aprisionan. Veíamos en la anterior entrega cómo Wolfson trabaja el lenguaje astillado con sus procedimientos lingüísticos. Veíamos cómo se trata de un tratamiento sobre las astillas que se clavan. Por tanto, no sobre un lenguaje simbólico sino sobre los fragmentos que han escapado radicalmente de todo orden de la significación. Y debido a esta falla simbólica el tratamiento sobre las astillas es, a su vez, astillado. Para poner un límite a la vibración de la voz materna que hace vibrar en una continuidad de cuerpo el de su madre (cuerdas vocales) y las cavidades del suyo (tímpano), recurre “el hijo demente” a vibraciones sustitutivas aunque, eso sí, provenientes de lenguas de la tradición familiar. Un mínimo simbólico fallido, pero suficiente para sustentar su inmenso trabajo reconstructor. Su locura es un loco proceder contra la locura. De ahí que la optimista apuesta de Deleuze por los locos procederes para acabar con las figuras mamá-papá sea puesta aquí en tela de juicio. No será desde la falla simbólica que podamos acceder a otras (más alegres) categorías. Aunque desde el psicoanálisis de orientación lacaniana se comparta ese objetivo, el camino parece apuntar a un servirse de ello para prescindir de ello. A la ausencia de un vaciamiento de la cosa en la palabra Deleuze lo llama “historia de amor”. Mucho nos sentimos que para llegar a ese esperado puerto el barco tiene que haber soltado bastante lastre. De acuerdo que siempre queda un resto rebelde. Y de acuerdo que es con este resto rebelde que la (buena) literatura trata. ¡Qué aburrimiento si no! Pero es tras un vaciamiento que puede surgir esa historia de amor con lo que excede a lo simbólico. Un poco a la manera de Spinoza cuando decía que la libertad sobre la ley sólo se alcanza una vez que aquella queda impresa en nuestros corazones.

Más allá de las desavenencias personales entre Deleuze y Lacan, subrayamos aquí el notable fondo de convergencia que los impulsa, con la excepción hecha del “optimismo” deleuziano. Sólo desde mentes atravesadas por el análisis estructural, que han sabido después darle a éste una vuelta de tuerca y arribar al entendimiento topológico de los conceptos, es entendible la insobornable apuesta por el trabajo sobre lo real, una apuesta que la infatuación de las categorías simbólicas deja de lado. ¿Pero cómo podremos decir hoy lo que el decir miente cuando la esperanza no está puesta ya en la escucha?  … Quizás sea nuestro imposible a abrazar, pero no cínicamente.

4.

¿Cuál es el movimiento que podemos detectar en el pensamiento de Deleuze a partir de la comparación de la reescritura que hace en 1992 sobre su histórico texto sobre Wolfson de 1970? ¿Cuáles son las Variaciones Deleuze? Deducimos fácilmente que no se trataba en 1992 de hacer un nuevo acercamiento al escritor sino de incluir su prefacio al libro de Wolfson en la serie de artículos sobre escritores que componen su libro “Crítica y clínica”. Bien pudo entonces volcarlo tal cual, sin embargo, pese a mantener intacta su estructura y algo más de la mitad del texto original, introduce una serie de cambios significativos. Algunos son coyunturales, otros muestran las mencionadas variaciones en su pensamiento y, por último, otros son de escritura. Los cambios coyunturales son esencialmente dos. Primero: en 1970 compara el procedimiento de Wolfson con el de Roussel pero no con el de Brisset, no hace la tríada cuya paternidad creo que corresponde a Foucault con sus “Siete sentencias sobre el séptimo ángel”. El texto de 1992 introduce pues el diálogo con el de Foucault. Segundo: después de 1970 aparecería un nuevo texto de Wolfson sobre la enfermedad y muerte de su madre, “Ma mère musicienne est morte…”. Deleuze introduce algún detalle puntual del mismo y alguna nueva fórmula, articulando dos nuevos elementos, el cáncer y un esbozo de delirio sobre un futuro holocausto atómico, el Dios-bomba.

Dejando para el final las Variaciones Deleuze, los cambios de escritura corresponden a un afinamiento en los conceptos empleados, algo que se hace especialmente palpable en el desarrollo más minucioso y acabado de las fórmulas que emplea y en la sustitución de párrafos enteros por frases lapidarias. Todo ello en la dirección de imprimir al nuevo texto un tono mucho más conclusivo, decantado, algo que se acentúa según avanza, aspecto que resulta decisivo en su parte final.

crítica y clínica deleuzeLas Variaciones Deleuze, –que derivamos a partir de las supresiones, sustituciones y añadidos que realiza–, dan cuenta de unos desarrollos no tan marcadamente kleinianos que buscan levantar el vuelo y dejar atrás, muy atrás, el ancla psicoanalítica. Los extensos desarrollos sobre los objetos parciales del primer texto daban cuenta de un Deleuze profundamente imantado por Melanie Klein. La importancia de la fragmentación originaria de los objetos en su relación con el cuerpo de la madre y su confrontación con el (deseable) advenimiento de lo simbólico impactó a Deleuze, como ya había impactado a Lacan. Ambos se hacen buen eco de esa fragmentación, fuertemente resistente al avance de lo simbólico, y elaboran teoría a partir de la misma. Lacan dispone de una herramienta excepcional, la tríada (estructural) de lo imaginario, lo simbólico y lo real. Deleuze empieza asumiendo alguno de los fundamentos lacanianos, como la forclusión, para dar cuenta de la falla simbólica (primer texto), pero acaba abrazando los caminos de lo real en busca de nuevas categorías. Dirá (segundo texto): “El psicoanálisis sólo tiene un defecto, el de reducir las aventuras de la psicosis al mismo estribillo del eterno papá-mamá, ora representado por unos personajes psicológicos, ora elevado a funciones simbólicas. Pero el esquizofrénico no está en categorías familiares, deambula por categorías mundiales, cósmicas, motivo por el cual siempre anda estudiando algo.”

Hasta aquí la crítica. Veamos ahora los cuatro pasos que da Deleuze. Primer paso. Dirá: “Lo que se llama Madre es la Vida. Y lo que se llama padre es lo extranjero.” Un desmontaje de lo imaginario mediante lo simbólico que hubiera firmado Lacan sin problemas. Segundo paso. Dirá: “[El psicótico] está enfermo de lo real, y no de símbolos.” Es cierto, ¡precisamente porque los símbolos ya no son tales! Tercer paso: ambos también de acuerdo en que el “hacer con ello” no queda restringido al campo de lo simbólico. Se universalizan así las enseñanzas que el psicótico puede aportarnos sobre las otrora reinantes categorías simbólicas. Por último, el divergente cuarto paso: el hacer con lo real de Deleuze conserva un irreductible fondo de optimismo que tiende a ver alegría constructiva allí donde la hazaña no es más que un pequeño alivio en medio de tanta devastación. Y cuando ésta es grande, las nuevas categorías no llegan a ver la luz.

5.

dosier wolfsonNos hemos detenido primero en los detalles sobrecogedores del procedimiento lingüístico que opera en el hacer de un esquizofrénico, Louis Wolfson, a partir de los notables comentarios que inspiró. (No hubieran sido posibles sin la entusiasta acogida dispensada en la editorial Gallimard por Raymond Queneau y J.-B. Pontalis. Un libro reciente, Dossier Wolfson[1], recoge dicha peripecia). Pero antes de continuar con ello echemos una ojeada a la perspectiva general en la que insertamos toda la problemática: no hay pathos sin ethos.

No deja de ser sorprendente, y por ello actual, la lucidez de Louis Wolfson al señalar la insuficiencia de la medicina para tratar la locura. Habiendo experimentado en carne propia internamientos psiquiátricos, medicaciones varias y un importante número de sesiones de electroshock, nuestro (autodenominado) demente detecta como nadie tanto la impotencia del médico como su respuesta, una respuesta basada mayormente en prejuicios individuales, que obtiene para colmo el beneplácito de una sociedad que opta por quitarse de encima, bajo el aparente aval de los expertos, el siempre engorroso problema de la locura. Coincide en ello punto por punto con la opinión de José Mª Álvarez, psicoanalista lacaniano, autor de “La invención de las enfermedades mentales[2], donde denuncia como ideológico el calificativo de “enfermedad mental”, un argumento del que vuelve a ofrecernos unos imprescindibles desarrollos en sus “Estudios sobre la psicosis[3]. Álvarez emplea las mismas palabras que ya leemos en Wolfson: la enfermedad mental es una enfermedad “bien diferente de las otras, ¡en el caso de ser siquiera una enfermedad!”[4]. La problemática de las así llamadas enfermedades mentales, en opinión de Wolfson, concierne, en su mayor parte al menos, a la filosofía o a la sociología, o incluso a la religión o a la política, antes que a la medicina. Álvarez apunta a una causa sencilla para explicar la deriva psiquiátrica hacia la medicalización iniciada a mediados del siglo XIX: no querer escuchar al loco. Esta deriva extirpa el ethos del pathos, una relación que contaba con una riquísima tradición de pensamiento que se remonta a Grecia, en especial al desarrollo que hicieron los estoicos. El primer alienista, Pinel, la retoma insertándola en la época ilustrada, –volviéndonos más humanos en relación al loco, como dijo Lacan–, pero sus frutos no van a tardar en ser ahogados bajo el prestigio del “saber médico”. Y en esas estamos hoy, y más de lleno que nunca. Han sido pocos los que han sabido distanciarse de esta corriente dominante para volver a otorgar un estatuto de dignidad a la palabra del loco. El impulso a la escucha dado por Freud vuelve a situar el ethos en un lugar central. Llegarán después otros que señalarán con acierto los sistemas de poder que esconden ciertas ideologías. Recordamos aquí a aquellos pensadores que han sabido escuchar –al cuerdo que hay en el loco, al loco que hay en el cuerdo– para articular un pensamiento sobre lo real que a todos nos concierne. Foucault, Deleuze, Lacan. Ya en 1946 Lacan corrige al eminente psiquiatra Henry Ey que entendía la locura como un insulto a la libertad. “El ser del hombre, dice Lacan, no sólo no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni aun sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad”[5]. Un planteamiento radical que no se ampara en un saber sino que busca adentrarse sin prejuicios en el territorio ignoto, aquel donde es el loco el que enseña.

wolfson 2Por eso volvemos aquí a Wolfson. A su procedimiento lingüístico, aunque no llegue más que a protocolo, como apuntaba Deleuze. Seguiremos con él un poco más, volviendo otra vez al detalle, al mundo de los matices sonoros antes de utilizarlo para entender el éxito con mayúsculas del arte de Joyce.

[1] V.V.A.A.: Dossier Wolfson, SIMONNET, T. (ed.), Gallimard, Paris, 2009.

[2] ÁLVAREZ, J. M.: La invención de las enfermedades mentales, Madrid, Dor, 1999.

[3] ÁLVAREZ, J. M.: Estudios sobre la psicosis, Xoroi, Colección Schreber, Vigo, 2013.

[4] Wolfson, L: Le schizo et les langues, Galimard, París, 1970, pp. 190-1.

[5] LACAN, J.: Escritos 1, Siglo XXI, México D. F., 2003, p. 166.

6.

Louis Wolfson avec sa mère, Rose Minarsky-Brooke, en 1934. (DR)

Louis Wolfson avec sa mère, Rose Minarsky-Brooke, en 1934

¿Cuál es el alcance de la operatividad de lo simbólico en un sujeto esquizofrénico como Wolfson? ¿Cómo pensar lo que él nos transmite? ¿Tiene el recurso lingüístico por él empleado el alcance de una suplencia? ¿Consigue hacer un nudo o va simplemente tirando el lazo a aquello que se desamarra cada vez que surge el conflicto? No precipitemos respuestas. Volvamos al detalle de lo que ocurre cuando las palabras se ponen a vibrar desbaratando el cuerpo. Volvamos al horror de Wolfson ante la frase en lengua inglesa que él se esfuerza por todos los medios de evitar y, no pudiendo, la intenta sustituir por sonidos extranjeros. No olvidemos también que lo percibido como una victoria de la madre afecta tanto a la lengua materna como a la ingesta de comida. Ambas constituyen para él indigestiones en extremo culpabilizadoras. Los “alimentos” que la madre le deja (en bolsas o en la nevera) son evitados a veces durante días pero finalmente devorados en una irrefrenable orgía, –así la llama él–, ante la que también despliega, no obstante, su instrumental minimizador. A los procedimientos lingüísticos les suma, en este caso, la ayuda de cálculos matemáticos que exorcicen la cantidad exacta de calorías por él calculada repitiendo, por ejemplo, una frase extranjera un número equivalente de veces según tal o cual fórmula matemática. El fonema inglés y la comida son, en tanto madre-en-él, una continuidad mortífera que estalla en su fragmentada reunión de órganos. Por ello, una separación ha de introducirse. Un hueco, una alteridad, algo extranjero ha de hacer barrera. Recordemos cómo lo consigue. Una palabra extranjera, recuperada fundamentalmente entre las lenguas que la generación de la madre ha olvidado, ha de sustituir a la palabra en lengua materna. Pero no es algo eminentemente simbólico (palabra extranjera por palabra inglesa) lo que aquí se produce. ¿Es algo real? Constatamos, en principio, que trabaja con algo real. La sustitución no trabaja con la palabra como un todo sino con sus fragmentos, con los fonemas específicos que hieren, de ahí que haya que recurrir a injertos de fragmentos cuando la mera sustitución no alcanza.

¿Y este trabajo, podemos calificarlo de simbólico? No cabe duda de que estamos ante un simbólico dislocado: un sonido ha devenido astilla y ha de ser sustituido por otro (extranjero) que ha de coincidir lo más posible, tanto en sonido como en significado. Lo que implica un trabajo y la adquisición de un saber. Esto es esencial. Sólo este afuera, esta compañía constante de lenguas extranjeras, impedirá la invaginación del mundo. ¿Pero podemos otorgarle a este trabajo la categoría de acción de lo simbólico sobre lo real? Parece que no, por estar centrado en la materialidad fónica (real), lo cual no implica que todo el esfuerzo esté en hacer trabajar algo del orden simbólico. Wolfson intenta someter algo de lo real al plano significante pero la lógica que opera está por fuera de los parámetros de aquella que sería la privilegiada, aquella diestra en morder lo real, la lógica fálica. En Wolfson la lógica funciona de otra manera, si las piezas del puzle no entran, ¡se las corta con la tijera! Si el procedimiento no pasa de ser un protocolo es porque el mapa resultante no importa ni científica ni artísticamente. Lo que importa es evitar que la astilla se clave. Y ahí parece que se detiene, no crea nada, sólo sustituye palabra a palabra lo que daña. ¿Conseguirá así tejer una red de tiritas que abarque el conjunto de la lengua?

Antes de intentar responder repasaremos, en la próxima entrega, los pocos hitos de su vida de los que disponemos, empezando por el momento en el que se produce su primer tropiezo en su encuentro con el lenguaje, la imposibilidad de deletrear.

7.

aulagnierDebemos a Piera Aulagnier el primer estudio importante sobre Louis Wolfson proveniente del campo psicoanalítico. Aulagnier redacta Le sens perdu (ou le “schizo” et la signification)[1] en 1971, apenas un año después de la publicación de Le “schizo” et les langues. La que fuera analizante de Lacan y posteriormente fundadora de la revista Topique, hacía dos años que se había separado de éste e impulsado la creación del llamado Cuarto Grupo cuando escribe su consistente trabajo sobre Wolfson, matriz de otro posterior, sobre la relación del esquizofrénico con el lenguaje. Extraemos de él alguna referencia imprescindible para tratar de articular algo de lo poco que sabemos sobre los hitos de la vida de nuestro particular “estudiante de lenguas”.

No vamos a entrar en los detalles de esa madre que parece, según se nos dice, extraída de un manual de madre de hijo esquizofrénico. Tampoco en los de las dos figuras paternas, biológico y padrastro, ambos plenamente desfallecientes a la hora de encarnar una tal función. Nos fijamos en los resultados, en la percepción de Wolfson de ser él una prótesis del cuerpo de su madre, –nos llega a decir que su esquizofrenia complementa a su madre, le es imprescindible a su madre–, y en la afectación paralela en el campo del lenguaje.

El fracaso de la castración simbólica tiene este doble alcance: una continuidad de dos cuerpos que no se han constituido como tales, esto es, mediante la necesaria extracción de goce que los ordene en una perspectiva simbólica; y el imposible ingreso en el lenguaje simbólico, aquel que marca la inadecuación fundamental entre lo nombrado y lo existente. En este contexto de doble no separación, Wolfson queda como un colonizado frente a la lengua extranjera del colonizador. La lengua materna no puede hacerla propia puesto que el poder de nominación y de significación que signaría la aceptación de la alienación al campo del lenguaje está fuera de su alcance. Piera Aulagnier nos habla entonces de tres posibles salidas: dejar de nombrar e ingresar en el mutismo; identificar palabra y cosa; rechazar toda significación exterior y elaborar su propio campo semántico a base de neologismos. Wolfson escogerá la segunda. Más allá de una cierta artificialidad de esta clasificación, puesto que la no separación entre palabra y cosa creemos que es común a las tres posibilidades, lo que nos interesa es la reacción sintomática de Wolfson hacia el saber, que va a constituir su logro específico, como ya finamente observó Deleuze. En vez de quedar sometido al decir de la madre –el caso más frecuente– Wolfson opta por construir un lugar donde pueda adquirir un nuevo conocimiento sobre el logos. Ésta es su apuesta. Veamos los hitos de este despliegue.

Lo primero que hay que destacar es que Wolfson, desde que recuerda, siempre percibió una fractura en relación al mundo. Apunta claramente a una psicosis infantil, inicial, sin momento específico de desencadenamiento. Consecuentemente, su relación al lenguaje fue difícil desde el comienzo. Adquiere el habla a los cuatro años y tras un penoso esfuerzo. El significado de las cosas está rodeado de un misterio para él. Pero no tira la toalla, lo suyo es esforzarse y así consigue ir pasando de curso. A los doce años la profesora queda estupefacta ante la imposibilidad de Wolfson de deletrear tres de cada cuatro palabras. Ni madre ni hijo aceptan un diagnóstico de deficiencia y el hijo responde redoblando esfuerzos. Si su problema es el campo del lenguaje, ese será también su campo de batalla. Entrará en el liceo añadiendo como materia el estudio de una lengua extranjera y lo mismo volverá a hacer cuando llegue su ingreso en la universidad. Así trascurrirán sus años universitarios hasta el momento de su primer ingreso psiquiátrico, en el cuarto curso. Este es el señalado momento de desencadenamiento, del que parece que no se dispone de la mínima información que permita hacerse una idea de qué pasó. Más que de un desencadenamiento psicótico estaríamos quizás ante un brusco agravamiento o ante la ruptura del apaño que le protegía de los efectos de la imposición de la palabra. A partir de ese momento oír la lengua materna se le hace insufrible y toma la decisión de dedicarse por entero al estudio de lenguas extranjeras como paraguas protector.

[1] AULAGNIER, P.: Le sens perdu (ou le “schizo” et la signification), en V.V.A.A.: Dossier Wolfson, SIMONNET, T. (ed.), Gallimard, Paris, 2009, pp. 63-107.

8.

wolfson (1)Tras diez años sufriendo internamientos forzados con todo tipo de tratamientos agresivos, tanto eléctricos (electroshocks) como químicos (insulina-shocks), Louis Wolfson decide iniciar su trabajo sobre la fonética de las lenguas que terminaría siendo publicado en 1970, un poco antes de cumplir 40 años. Echando cuentas, llevaba entonces casi diecisiete años dedicado a su increíble esfuerzo lingüístico con las lenguas extranjeras. ¿Estamos capacitados para medir el resultado de tal esfuerzo? No es difícil constatar que, a pesar de su magna entrega, el trabajo de sustitución no alcanza a conseguir armar un cuerpo. Tampoco consigue armar, a base de su sistemático corta y pega, una lengua. Es algo que no parece estar a su alcance. Una limitación estructural se lo impide. Esto nos aleja del optimismo deleuziano, pero sin que coloque para nosotros un punto de llegada, bien al contrario, es nuestro punto de partida. Por delante tenemos todo lo que nos enseña a partir de sus procedimientos y de los efectos que éstos producen. Algo en ellos es exitoso. No cabe duda de que Wolfson emprende un camino hacia el saber sobre sí a partir del saber sobre las lenguas. ¿Cómo achacarle que su proceder sea loco? ¿Cómo no valorar los logros que alcanza cuando consigue con humor y no poca ironía tomar distancia frente a su propio sufrimiento? ¿Cómo no saludar, incluso con júbilo, la divertida y azarosa compensación que la vida le depara cuando su compulsiva y loca dedicación de descifrar los mecanismos del azar del más trivial sistema de apuestas se ve recompensada ganando en 2003 dos millones de dólares en la lotería americana? Parece que mientras Wolfson viva será capaz de sorprendernos. Decía Deleuze que, por primera vez en la historia, el invento de un esquizofrénico, el walkman, –que sólo debido al uso puramente personal y no comercial impide a Wolfson ser reconocido como su inventor natural–, tan útil para él, corría sin embargo el riesgo de volver esquizofrénico a todo el planeta…

Hasta aquí el acento ha sido puesto en el lado esquizofrénico, aquel que remite a una fragmentación originaria, tanto en la construcción del cuerpo como en la construcción del lenguaje. Ensayemos también otra vía, la del lado paranoico y las posibilidades que ofrece. ¿Nos permite el “caso Wolfson” hablar de la construcción delirante como un factor de estabilización? ¿Han proporcionado sus tiritas fonéticas extranjeras la armazón mínima necesaria para afrontar su lugar en el mundo? ¿Hay un progreso en ello? Vayamos por partes. Ha habido interpretaciones que apuntan a que Wolfson ha ido en la línea de conseguirlo. Sus tiritas fonéticas habrían permitido un desarrollo delirante pacificador. El pilar de este éxito estaría en lo que pudo desarrollar con la escritura y publicación de su primer libro, pese a las innumerables dificultades a las que sometió al editor. El libro vendría a signar un éxito en su procedimiento y la voluntad de hacer lazo con el otro a través del mismo. Leemos en el último capítulo adjuntado poco antes de su publicación cómo adviene a la revelación tranquilizadora que ya comentamos. Este pilar, siguiendo esta línea argumentativa, le permitiría a su vez ulteriores desarrollos en la línea de integrar al otro. No puede cambiar el mundo, nos dice, se trata entonces de adaptarse de forma menos sufriente…

Veamos ahora el lado delirante. ¿Permite su trabajo lingüístico desarrollar su terror a ser infectado por parásitos evolucionando hacia el delirio como ya daba cuenta Deleuze en su texto de 1992? El texto clave que nos permitiría avanzar en ello es ahora su segundo libro, Ma mère, musicienne, est morte…[1] A raíz de lo que allí se lee, podríamos interpretar que los parásitos y los gusanos de antaño, aquel esbozo de sistema delirante, de miedo al envenenamiento, han podido evolucionar para alcanzar plenamente la figura del otro, del diferente, lo que desembocaría en el desarrollo de pensamientos y actitudes racistas. Temor y odio hacia el negro, hacia el judío. Es su manera de incluir en su representación del mundo al otro malvado, de sacarlo fuera. Por eso, que él sea judío no es propiamente contradictorio. De esta manera la contaminación, la excrecencia que su locura manifiesta, pasa al mundo. Un modo explicativo que también es aplicado para afrontar la enfermedad de la madre, el cáncer. El útero generador de células cancerígenas le ha producido también a él. La raza humana infecta el planeta. Sólo la bomba atómica puede limpiar su progresión mortífera. Se apela al Dios-bomba. Para completar el sistema delirante sólo faltaría ubicarse con relación a este Dios-bomba, dotarse de un destino o ser señalado por Él para llevar a cabo una misión.

¿Podríamos colocar este delirio del lado del éxito? ¿Previene un nuevo ciclo de previsible desamarre provocado por la terrible contingencia de la enfermedad mortal de la madre? ¿Es ésta su respuesta a la prueba de esta verdadera castración en lo real? El segundo libro vendría a corroborar el anclaje en la escritura para abordar la terrible prueba de la separación con respecto a la madre, que morirá de un cáncer de útero poco después. Pero el éxito vuelve a parecer relativo. Este libro da buena cuenta de la extensión de sus bizarros comportamientos: de su aplicación en las bibliotecas públicas al estudio del cáncer (a través de libros extranjeros, naturalmente); de las irrenunciables visitas cotidianas a los diferentes hipódromos para desarrollar “infalibles” sistemas que permitan ganar en las carreras, aunque le lleven a conductas cuasi suicidas como lanzarse a atravesar la ciudad en pleno invierno con ropa de verano; de sus pensamientos racistas y sus temores paranoicos; y, en general, de toda su locura razonante y su locura a secas. Un prodigioso despliegue, es cierto, pero que no consigue abrirse camino como sistema. Wolfson no encuentra un elemento organizador que opere y abra un proceso de construcción. La tierra prometida de las otras categorías, aquellas de las que valerse en un mundo por fuera de la ley edípica, como soñaba Deleuze, no están a su alcance.

Wolfson libro 2Reproduzco a continuación su sorprendente título originario (algo modificado en la versión de 2012), ejemplo extremo de aliteración con el fonema “m”, probablemente el fonema primario (léase materno) por excelencia. Y sorprendente también porque el título es doble: Ma mère, etc., y Exterminez l’Amérique. Un título que incluye además, para colofón, una doble autoría, la de su madre y la de él mismo, marcando por duplicado la imposible rotura de esta unidad loca, que es entregada al mundo en forma de carta bomba: Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne mardi à minuit au milieu du mois de mai mille977 au mouroir Memorial à Manhattan ou Exterminez l’Amérique, par Rose Minarsky & Louis Wolfson.

[1] WOLFSON, L.: Ma mère, musicienne, est morte …, Attila, Paris, 2012.

9.

Terminábamos la última entrega con el increíble título del segundo libro de Wolfson.  Un título que sería corregido en el texto revisado y ampliado de 2012, pero manteniendo intacto lo esencial[1]. Todo el abanico sonoro posible a partir del fonema “m” es desplegado como una producción inagotable. Un cáncer fónico como el mismo cáncer de la madre, un cáncer hecho lenguaje. Al menos ésta es la interpretación de Wolfson: “mi madre ha elegido morir de manera aliterativa”. Pero es también una construcción personal, la suya, la construcción de un nuevo laleo. El título parece retornar o recrear el laleo en lengua extranjera, describiendo, escribiendo, sustituyendo aquel infinito materno (canceroso) que ha encontrado en la muerte su nueva imposible inscripción.

Nos detenemos de momento aquí. Dejamos para un poco más adelante el análisis de este impresionante documento del desarrollo de la enfermedad mortal de su madre, una inexorable cuenta atrás que enfrentará a ambos a la muerte y a la separación en lo real. Encontramos en este segundo libro una exposición mucho más clara que su precedente aventura literaria, un lenguaje más suelto, salpicado de elementos de fina ironía que resulta por momentos brillante, pero que no puede dejar de dar cuenta de la imposible inserción de Wolfson en el mundo, un mundo para el que no se desea otra cosa que la desintegración total mediante radiación atómica. El planeta Tierra debe hacerse justicia y estallar. Debe, sencillamente, exterminar la proliferante raza humana con todos sus miles de millones de seres que como células malignas crecen sin fin. La madre Tierra debe ser radiada. Las simpatías políticas de Wolfson se dirigirán, como es natural, a aquellos políticos favorables a la extensión del armamento atómico, desatando su rencor contra aquellos obstaculizadores de sus magnos propósitos, los pacifistas y ecologistas. Nos planteábamos la pregunta sobre si el desarrollo de su paranoia y el esbozo delirante venían a paliar en algo la fragmentación esquizofrénica. Encontramos, de momento, serios obstáculos para avanzar. Es posible que se trate simplemente de detectar el trabajo allí donde se produce y de valorarlo como corresponde. Ése es un punto fundamental de la escucha, a renovar infatigablemente.

Podemos deducir de lo hasta ahora expuesto que por mucho que Wolfson logre perfeccionar sus múltiples dispositivos, y que con ellos logre a veces, puntualmente, parchear su escindido cuerpo, la fórmula de la vacuna no está a su alcance. Wolfson la busca y es capaz de abrir nuevos continentes lingüísticos que permitan puentes de conexión, pero no puede encontrarla, quizá porque sencillamente no la produce.

Pasaremos a continuación a ocuparnos de alguien que sí la produce, alguien que también se ubica en la grieta del lenguaje original y que es también afectado de manera particular por los murmullos, pero que ha podido transformarlos, ubicarlos fuera, observarlos, pulir una a una sus múltiples caras hasta transformarlos para nosotros, –ésta es su misión–, en diamantes literarios: Joyce.

170px-James_Joyce_by_Alex_Ehrenzweig,_1915_restoredPartiremos de dos citas extraídas de Retrato del artista adolescente[2]. Dos citas que muestran el abanico en el que Joyce se mueve con respecto a los murmullos. La primera da cuenta de un movimiento exitoso. La segunda, del borde peligroso que amenaza con engullirlo. La primera ilustra el sentimiento omnipotente de dominio al que se va a aferrar Joyce como creador, aquel que adquiere auto-nominándose, el artífice, el que construye un artificio para volar como un pájaro y escapar así a las redes que lo atrapaban o, dicho de otra manera, cuando consigue neutralizar algo del orden de la imposición de la palabra. La segunda muestra la cercanía del revoloteo hiriente de la letra, del picoteo interno al que puede someterle.

Primer fragmento:

 “Y se encontró, de pronto, mirando las palabras casuales que a su derecha o a su izquierda surgían, y estúpidamente maravillado de que se hubieran desposeído en silencio de todo sentido actual, de tal modo, que hasta el más insignificante letrero de tienda llegaba a aprisionar su espíritu como si se tratase de las palabras de un ensalmo. (…) Su propia conciencia del lenguaje estaba refluyendo de su cerebro y condensándose en simples palabras que se ponían a enlazarse y desenlazarse con ritmos traviesos.” (p. 200)

 Segundo fragmento:

 “Las letras del nombre de Dublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí se entrechocaban furiosamente de un lado a otro con una insistencia ruda y monótona. Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa sangrienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshornado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada.” (p. 124)

[1] WOLFSON, L.: Ma mère, musicienne, est morte …, Attila, Paris, 2012.

[2] JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, Alianza, Madrid, 1989.

10.

Cada uno crea
de las astillas que recibe
la lengua a su manera
con las reglas de su pasión
—y de eso, ni Emanuel Kant estaba exento.

(Juan José Saer, El arte de narrar)

Aunque James Joyce atribuyera a Édouard Dujardin la invención en la literatura del monólogo interior, la aplicación y el desarrollo que el escritor dublinés hiciera de él resulta ser tan único y paradigmático que se le considera, con justicia, como su verdadero inventor. No podemos pasar por alto la relevancia de este hecho, verdaderamente central, en la escritura de Joyce. Toda su escritura puede ser leída como atravesada por esta inquietud primordial, qué hacer con el murmullo que nos habita.

Comentábamos al principio de esta serie que el neurótico es aquel que pone una distancia con respecto al murmullo de su cabeza, devaluando la autonomía de este murmurar. El psicótico, en cambio, no puede dejar de darle una importancia, lo que nos indica que él está operando con algo de otro orden, con la cosa no expurgada de la palabra. Esto da cuenta de un fracaso inicial que ha impedido un vaciamiento de goce, con el resultado de lastrar y menguar el registro de lo simbólico de una operatividad estructural. Debido a ello, allí donde el neurótico dispone de un adormecedor mecanismo de significación (fálico), el psicótico se ve confrontado a la experiencia de la perplejidad, que puede desembocar, o no, en la elaboración de una significación delirante (no fálica), paliativa. Nos hemos detenido en el trabajo de Wolfson, un trabajo ejemplar para precisamente paliar las astillas de la lengua materna mediante tiritas sonoras provenientes de lenguas extranjeras. Un intento por incrustar el orden simbólico que, al no partir de un vaciamiento originario, no es plenamente operante y no conseguir evitar por ello las esquirlas de real, la cosa en la palabra. Creemos que Wolfson no dispone de lo que Juan José Saer llama “las reglas de su pasión”. Por eso su creación no puede morder suficientemente lo real, disminuirlo, encontrándose, como está, atado en él.

Con el ejemplo de Wolfson hemos visto la actividad de la palabra injertada partiendo de alguien que trabaja desde la fragmentación esquizofrénica. Si su procedimiento lingüístico no podía ser considerado ni arte ni ciencia era por la pobreza simbólica que lo habitaba, incapaz de generar una red de enlaces imaginarios. Ahora bien, ¿qué pasa en Joyce?, ¿qué puede ilustrarnos su escritura? Carl G. Jung se acercó a principios de los años 30 a su obra desde el otro extremo, desde una visión limitada al orden imaginario-simbólico, para concluir sobre la existencia de “una analogía entre el estado mental de la esquizofrenia y el Ulises[1]. ¡Y eso que le faltaba por leer Finnegans Wake!, podríamos añadir nosotros… Con ayuda del contraste de estos dos acercamientos, el uno desde la cordura y el otro desde la locura, ¿cómo podemos situar el trabajo que hace Joyce?

joyceSi tomamos como base tanto las referencias de su obra –marcadas por un indudable valor biográfico– como los testimonios, tanto suyos como de amigos, podemos observar el lugar de verdadero filo de la navaja por el cual Joyce se deslizaba. Pero, al contrario que Wolfson, él si supo arribar a nuevas categorías. No sólo eso, se movió muy a gusto en ellas y las expandió casi al infinito, convencido como estaba que su invención tenía un alcance transformador de primer orden. Lo cual no implica que, recordando el poema de Saer, nos esté permitido hablar, tampoco aquí, de que fuera guiado por las reglas de su pasión. Joyce elabora toda su teoría estética para dejar fuera la kinesis, decantándose por la stasis. Extremadamente fino a la hora de interpretar la claritas de Santo Tomás de Aquino como quidditas, como esencia del ser, él concluye que aquella belleza que produce un estado de encantamiento del corazón irradia directamente de la cosa, del objeto, sin que éste sea requerido por una cualidad específica, y menos que nada por una pasión. Vemos claramente la emergencia de este objeto en el invento de la epifanía. Ahí el artista no crea, no fabrica, sólo recorta y presenta esos “momentos más delicados y evanescentes”[2]. Éste sería el éxito del trabajo sobre el murmullo. En vez de ser invadido por su pregnancia y acudir a la desesperada en busca de una significación imposible (delirante), Joyce es capaz de aguantar el tipo ante su falta de significación, ante el desgarro abierto en el plano de la significación que la emergencia de las voces produce. Una vez tomada la distancia con respecto a estos objetos palabras (voces y letreros), Joyce se pone a operar con ellos como si se tratase de un verdadero demiurgo, todopoderoso, sin afectación, ajeno –al parecer– a la fractura del encuentro con el lenguaje que expresa la palabra inconsciente, ajeno –ésta es su propuesta artística– como aquel Dios observando sus criaturas mientras se lima distraídamente las uñas[3]. De este éxito darían cuenta los dos siguientes fragmentos, ambos extraídos de Retrato del artista adolescente:

Su pensamiento era como un crepúsculo de duda y de desconfianza propia, alumbrado acá y allá por los relámpagos de la intuición, pero relámpagos de tan diáfana claridad, que en aquellos instantes el mundo se deshacía bajo sus pies, como si hubiera sido consumido por el fuego; después su lengua se anudaba y sus ojos permanecían mudos ante las miradas de los demás, porque se sentía envuelto como en un manto por el espíritu de la belleza y en contacto, aunque sólo fuera en sueños, con todo lo noble.” (p. 198).

 “Y se encontró, de pronto, mirando las palabras casuales que a su derecha o a su izquierda surgían, y estúpidamente maravillado de que se hubieran desposeído en silencio de todo sentido actual, de tal modo, que hasta el más insignificante letrero de tienda llegaba a aprisionar su espíritu como si se tratase de las palabras de un ensalmo. (…) Su propia conciencia del lenguaje estaba refluyendo de su cerebro y condensándose en simples palabras que se ponían a enlazarse y desenlazarse con ritmos traviesos.” (p. 200).

Pero para entender ese filo de la navaja por el que Joyce se paseaba conviene volver a los textos que indican la extrema dificultad que amenaza no pocas veces por imponérsele. Con ellos empezaremos la próxima entrega.

[1] JUNG, C. G.: Ulises, un monólogo, en V.V.A.A. Estudios Psicoanalíticos (ed.), Locura: Clínica y suplencia, Eolia, Madrid, 1994, p. 36.

[2] JOYCE, J.: Stephen, el Héroe, Lumen, Barcelona, 1978, p. 213.

[3] Cfr. JOYCE, J: Retrato del artista adolescente, op. cit., p. 243.

 

11.

wolfson 1Utilizando el caso de Louis Wolfson hemos venido comentando el destrozo producido por el murmullo que retorna desde afuera ante el fracaso de un mecanismo simbólico que transforme la letra-astilla en algo liviano para el cuerpo. Cuando este aparato de significación funciona introduce al neurótico en el sueño de la realidad y de la representación donde adquiere su estatuto de sujeto. Ha producido el velo que le distancia del goce mortífero de la cosa en sí –llámese madre, lengua, sustancia o naturaleza– y se sirve de él para incluirse y diferenciarse dentro del colectivo social. Hablamos entonces de éxito, en comparación con el fracaso de Wolfson, pero corremos el riesgo de simplificar en exceso puesto que el éxito no puede ser sino relativo. Pensando mejor en modalidades de fracaso, lo que nos interesa es la respuesta al fracaso. JamesJoycePor eso Joyce nos fascina, porque consigue tratar la herida de la letra en el cuerpo sin apelar al mecanismo de la significación, donde él percibe una falla desde la tierna infancia, falla que lo aleja de la colectividad. Veíamos en la entrega anterior la euforia que le produce ese hallazgo; terminaremos hoy esta serie con las citas donde se aprecia el tamaño de la rasgadura que lo afecta. No tomamos para ello detalles de su vida, que lo ilustrarían sobradamente, sino de su arte por considerarlo, como él, su auténtica vida.

La primera de ellas nos introduce en el umbral del fenómeno de la imposición de la palabra, ese vértice que se abre con tanta frecuencia al acantilado donde se despeña el psicótico, incapaz de encontrar un camino de vuelta. Como vemos, Joyce lo encuentra operando con el material roto de la lengua, intentando hacer tejido con esos hilos sueltos, sin disponer del anudamiento del sentido:

«En la clase, en la acallada biblioteca, en compañía de otros estudiantes, de repente oía un mandato de marcharse, de estar solo, una voz que agitaba el tímpano de su oído, una llama que saltaba a divina vida en el cerebro. Obedecía el mandato y erraba de un lado a otro por las calles, solo, con el fervor de su esperanza sostenido por exclamaciones, hasta que se sentía seguro de que era inútil seguir errando; y entonces volvía a casa con paso decidido, inflexible, reuniendo juntas palabras y frases sin significado, con decidida seriedad inflexible.»  [1]

Se aferra a un hacer pacificador que transforma la amenaza del Otro en orgullo personal por su diferencia, un orgullo que extrae directamente de ese hacer con el material en bruto de la lengua. Y así, acometida tras acometida, hasta llegar a la crisis de la adolescencia donde iba a caer una suerte de falsa nominación que hasta entonces le mantenía: llegar a ser lo que su madre esperaba de él, tomar los hábitos del sacerdocio. Los primeros encuentros sexuales pulverizaron dicha nominación colocándole nuevamente ante el precipicio. De su terrible crudeza dan cuenta los dos fragmentos siguientes.

Sentía una presencia oscura que venía hacia él entre las sombras, una presencia sutil y susurrante como una riada que le iba anegando completamente. Era un murmullo que le cerraba los oídos: tal el murmullo de una multitud dormida. Ondas sutiles penetraban todo su ser. Las manos se le crispaban convulsivamente y apretaba los dientes como si sufriera la agonía de aquella penetración.” [2]

Las letras del nombre de Dublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí se entrechocaban furiosamente de un lado a otro con una insistencia ruda y monótona. Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa sangrienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshonrado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada.” [3]

Si en el primer fragmento veíamos cómo el niño Stephen encontraba exitosamente el camino de vuelta a casa, leemos ahora cómo el adolescente no disponía ya de esa idea de hogar. La explosión se había producido y exigía un nuevo hallazgo, un nuevo sostén. Lo que nos admira de Joyce es la fidelidad a su hacer diferenciado con la lengua, un pilar inquebrantable que le permitirá sustituir los valores tradicionales, –tan inútiles para él (familia, patria, religión)–, por creaciones propias, –¡su estricto reverso!–, sostenidas todas por la escritura. Si puede hacer algo con los rotos es gracias a no atribuírselos a la acción maligna del Otro. No. Son suyos y operará con ellos. La letra le penetra y le taladra a él. Megalomanía inevitable, si se quiere… Y de uso relativo, si se quiere, pues se verá siempre obligado a dar una vuelta de tuerca, un verdadero salto artístico para poder seguir trabajando con ello.

JJ_albinPero vayamos al momento álgido donde el conflicto estalla, tal como refleja a la perfección el último fragmento: D-u-b-l-i-n. Las letras entrechocándose furiosamente en su cerebro. Su lugar en el mundo no es un lugar en el mundo. Ese centro del universo sobre el que descansa el signo de interrogación que es Joyce, tal como exigió que se le retratara tras la muerte de su padre, dejaba de ser el centro de su universo, dejaba de ser una ubicación válida. Si significara, sería “parálisis de Irlanda”. Pero ahora no significa ni eso. D-u-b-l-i-n. Ser signo, ser letra escrita en un mapa, no parece gran cosa si no hay puntos de referencia universales, coordenadas, brújula, la rosa de los vientos, un nombre. Y no lo hay. La letra estalla. Stephen busca desesperadamente verse en el ojo del buey. Que sea a través de la figura del sacrificio, eso sería tener un cuerpo a sacrificar: ¡al menos un cuerpo! Pero no lo hay. Son trozos como partes de un sacrificio que no tuvo lugar. Son partes que el ojo del buey no puede unir pues su reflejo es vacío, débil, vidrio inútil. Mirada descoyuntada, es eso, pero no muerta, no, mirada demasiado cargada de vida, de aquello que Deleuze llegó a llamar vida o madre o naturaleza… Spinoza decía “Deus sive Natura”. Nombres, dirá Stephen. Pero no son nombres en busca de contenido que el eco hamletiano sugiere. Son letras separadas en busca de la totalidad de las configuraciones posible. ¿Qué hace Joyce con ellas? No hay brújula: non serviam: hagamos de todo una brújula. All in all. Principio rector. Ya está. La gota de rocío es el cosmos que nos mira. Todo está en todo. Mostrar el trabajo entrechocado de cada letra es escribir el libro que contiene todos los libros. Todos. La Biblioteca de Alejandría contiene retroactivamente su libro de epifanías. Está escrito. Está hecho. ¿Mística? O cualquier otra cosa donde el cuerpo esté afectado…, si se quiere, pero no nos olvidemos nunca de lo mejor: dos de cada tres palabras que salieron de su pluma son guarras. ¿No? Bueno, una de cada tres.

Zacarías Marco

[1] JOYCE, J.: Stephen, el Héroeop. cit., pp. 23-4.

[2] JOYCE, J: Retrato del artista adolescente, op. cit., p. 110.

[3] Idem, p. 124.

Una respuesta a Cuando el murmullo en vez de habitarnos retorna desde afuera.

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