Dos preguntas sobre queer y goce femenino

La protesta viril es unisex.

Entrevista para la XVI Conversación Clínica del Instituto del Campo Freudiano. BCN, 5-6 de marzo de 2016. Se puede consultar la publicación on-line en el siguiente enlace: la protesta viril es unisex.

Pregunta de Blanca Fernández.-. La teoría queer rechaza las categorías sexuales fijas tales como hombre-mujer, heterosexual-homosexual, pues sostiene que dichas identidades son una construcción discursiva contra las que hay que luchar ya que aprisionan una sexualidad que, en realidad, está fuera de cualquier norma. Esta posición donde es imposible fijar una norma, sitúa todo el orden de la sexualidad dentro de una anormalidad generalizada. De este modo la diferencia sexual hombre-mujer queda borrada o minimizada pasando a ser la identidad sexual algo voluble y cambiante según una decisión subjetiva. ¿Cree que la proliferación de identidades en nuestra época les da la razón?

La pregunta constata un estado de cosas –la proliferación de identidades sexuales en nuestra época– que parece ser acertado, pero no creo que se derive por ello, como con frecuencia se argumenta desde los defensores de la teoría queer, que sea la posibilidad militante de incidir en su aspecto discursivo lo que haya producido tales efectos. No creo que el supuesto libre ejercicio de la voluntad de escoger prácticas y discursos juegue aquí un papel fundamental. Aun siendo éstos, sin duda, ámbitos donde se juega una parte importante de la problemática de la sexuación, no alcanzan a totalizarla y caen, cuando es eso lo que se pretende, en espejismos imaginarios. Creo que anida un profundo malentendido en la base de dichos planteamientos al intentar sortear el orden de la imposibilidad, como si todo fuera subsumible en el ámbito simbólico, cultural. Las consecuencias no tardan en aparecer. No teniendo en cuenta esta limitación se es presa fácil de aquello que se pretende combatir y se yerra, inevitablemente, en las alianzas que se establecen en pro de una igualdad de derechos. Se pueden dar múltiples ejemplos. Se demoniza al psicoanálisis acusándolo de falocentrismo al tiempo que muchas de las reivindicaciones están, con harta frecuencia, demasiado impregnadas del mismo. Y es un hecho que debatir no suele levantar dichos malentendidos, lo que muestra que su base no es argumental. ¿Dónde radica entonces la dificultad? Vayamos por partes.

Es cierto que existe una línea de convergencia anti esencialista desde muy diversos planteamientos lingüísticos, filosóficos, estructuralistas, posestructuralistas, etc., surgidos a lo largo del siglo XX, que coinciden plenamente con los descubrimientos del psicoanálisis –ya desde sus inicios– en lo relativo a la no concordancia entre la identidad sexual y el sexo biológico. En eso el acuerdo es claro: partimos de esa posición común. La concordancia también es plena en cuanto al papel, capital, jugado por el discurso. Sabemos que para Lacan, por ejemplo, “hombre” y “mujer” son significantes a los que no se los puede asignar un significado preciso, son hechos de discurso. No obstante, sí creo que hay una diferencia que separa al psicoanálisis de las teorías queer, al menos hasta el momento y pese a los esfuerzos que se ha hecho desde importantes sectores del ámbito lacaniano por llegar a un mayor acercamiento (me limito aquí al sector que conozco). La clínica nos enseña cada día que el campo de lo discursivo tiene unas limitaciones insoslayables. Eso que es absolutamente refractario al mismo y que llamamos lo real está sentado a la mesa como tercer jugador en este juego de la identidad sexual. Y no por mudo no se hace notar.

joan-copjec-el-sexo-y-la-eutanasia-de-la-razonMe temo que esta limitación no puede parecerles simpática a las posiciones en exceso voluntaristas del ámbito queer, que son de momento mayoritarias. No obstante, creo también que sigue valiendo la pena argumentar, como lo hacía Joan Copjec respondiendo a Judith Butler a principios de los años 90 en “El sexo y la eutanasia de la razón”, diciendo que la falla en lo simbólico para escribir la relación sexual coloca a la sexualidad humana en una excepcionalidad que podría calificarse de ontológica. El sexo es a un tiempo imposible de representar y necesario de representar. Marca por ello un límite absoluto que no es comparable a otras banderas de luchas sociales y dejará siempre un margen de imposibilidad a cualquier empeño con hacerse con ello. Ninguna teoría dirá nunca la última palabra. Por todo esto, creo que pensar que está enteramente a nuestra disposición modelar nuestra sexualidad activando ciertas prácticas y discursos, tanto si se pone el acento en lo individual como en lo colectivo, tiene tan corto recorrido como pensar que evitamos el sexismo al decir las ahora tan frecuentes y políticamente correctas expresiones de “todos y todas” o “tod@s”. Simplemente mostramos –sin saberlo– nuestro desconcierto; y lo hacemos en un acto que pretende –esto es lo lamentable– cancelarlo. De esta manera nos privamos la posibilidad de hacer una lectura de nuestros síntomas, que son incómodos, sí, pero también nuestra guía más valiosa.

Pregunta de Jacinto Ruiz del Portal.- Lacan, en la clase del 20 de mayo de 1964 del seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, clase que titula «Del amor a la libido» comenta que para Freud, en el campo de la sexualidad, el equivalente a lo femenino-masculino sería la pasividad-actividad, y es desde esta perspectiva que Freud habla del masoquismo femenino como acorde a una posición pasiva en la mujer ante el macho. ¿Podría aclarar qué dice Lacan al respecto?

Creo que ese día Lacan muestra de manera ejemplar cuál es el trabajo que hace sobre la base de los textos de Freud, en este caso sobre el texto de 1915 La pulsión y sus destinos. No se limita a desmenuzar las imparables construcciones del maestro sino que lee también sus impasses para terminar ofreciendo una articulación diferente, liberada en parte del afán epistémico por la concordancia, siguiendo precisamente la pista de lo que al propio Freud no le terminaba de cuadrar. Por eso Lacan utiliza como brújula a lo largo de toda la clase el empeño de Freud en mostrar la heterogeneidad existente entre el campo narcisista del amor y el campo de la pulsión. Sólo de esta manera puede entenderse el análisis específico sobre la naturaleza de la pulsión y sus diferentes destinos que hace Freud en su texto. Y, siguiéndole, Lacan avanza modificaciones. Allí donde Freud habla de una triple polaridad que domina toda la vida psíquica, y por ende a las pulsiones, Lacan lo recogerá como estructura propia de la pulsión. Los tres niveles serían, el de lo real, el de lo económico y el de lo biológico, niveles que funcionan a partir de tres oposiciones correspondientes: en el nivel de lo real, que haya un objeto que interese o no[1]; en el nivel de lo económico, que dé placer o displacer; en el nivel de lo biológico, la actividad o pasividad. Será en este nivel donde Freud observe la única marca diferenciadora en el inconsciente concerniente a la expresión de la diferencia sexual, esto es, que lo masculino no tendría más escritura precisa que lo activo, quedando como pasivo lo femenino, todo ello bajo el telón de fondo de la premisa universal del falo que regiría para ambas posiciones sexuadas imponiendo como límites irreductibles el temor a la castración, lado masculino, y la envidia del pene, lado femenino. De todas formas, es también evidente en el texto la insatisfacción de Freud con dicha partición de aguas cuando señala que “no es en ningún modo tan regularmente total y exclusiva como se está inclinado a suponer”. Una crítica a su propia concepción que acentuará años después (1929) en El malestar en la cultura y que le llevará a reconocer posteriormente la importancia de las relaciones preedípicas de la niña con la madre para el desarrollo de la feminidad, algo que restaba consistencia universalizadora a uno de sus más preciosos pilares, el complejo de Edipo.

lacan seminario 11Volviendo a la clase del 20 de mayo de 1964, Lacan se pregunta si el masoquismo femenino, que pareciera deducirse de este planteamiento freudiano, no se trataría, en realidad, nada más que de un fantasma masculino. El par masculino – femenino estaría más bien representado en el psiquismo humano por las posiciones simbólicas de la impostura[2] (de un tener el falo) frente a la mascarada (de un ser el falo), posiciones netamente diferentes de aquellas sostenidas en el cortejo entre animales donde es exclusivamente la imagen, sin construcción simbólica, lo que comanda y captura a los intervinientes en la ceremonia previa al apareamiento. Vemos cómo Lacan, en vez de dejarse llevar por una vía de conocimiento que pretendiera cancelar el no saber sobre la feminidad, deja el problema abierto, no dándole un contenido preciso, para poder encaminarse a continuación hacia una nueva fórmula con la que pretende simplificar y reorientar los tres tiempos con los que Freud articula cada pulsión. No se trata del vaivén entre, por ejemplo, ver – ser visto, sino de hacerse ver, hacerse oír, etc. De este modo coloca lo pulsional, invariablemente, del lado de la actividad, al tiempo que muestra el engarce de la pulsión con el campo del Otro; y esto porque no habiendo una pulsión unificadora, representante de ese órgano ilocalizable que es la libido, sólo es cognoscible a través de sus representantes, las pulsiones parciales, cuya actividad es bordear el objeto a, los objetos a, que han sido, uno a uno, recortados del campo del Otro en una operación de cesión, de pérdida. Retomando lo que señalaba al inicio sobre la heterogeneidad irreductible entre el campo del amor y el de la pulsión, se entiende ahora que mientras hablamos en el amor de reciprocidad (amar – ser amado), con el fondo narcisista de amarse a través del otro (gracias a haber alojado en el otro lo amable), en el plano de la pulsión no existe tal reciprocidad, sólo hay actividad, aquella del empuje a hacerse ver, etc.

Una vez despejada esta dificultad del texto de Freud, volvamos a la segunda rectificación importante: un señalamiento sobre el posible fantasma masculino como explicación al reduccionismo que subyace en el pretendido masoquismo femenino. De esta manera Lacan deja abierta la pregunta: masoquismo no, pero entonces qué. Mirando retrospectivamente, Lacan ensayará distintas conceptualizaciones que le van encaminando a superar los límites de la estrechez del para todo, aquel modelo exclusivamente fálico que orientó a Freud, y que terminaría –también para él– por mostrarse insatisfactorio a la hora de dar cuenta de lo que se juega en la sexualidad femenina. La primera conceptualización surgiría de lo que Lacan va elaborando desde el Seminario 4 sobre la privación, como algo diferente de la frustración y de la castración, que muestra la necesidad de introducir matices importantes al estudio de la llamada relación de objeto. No tanto relación con el objeto, siendo inexistente, sino modalidades de relación con la pérdida del mismo (castración, frustración, privación). Esto parece conducir a Lacan al reconocimiento de un goce en la privación que no se somete al ordenamiento fálico, lo que terminará desembocando años después en el problema del estrago y la relación con el deseo de la madre, tal como aparece en el citadísimo pasaje del Seminario 17 sobre la boca del cocodrilo, en un momento en el que intenta ir más allá del complejo de Edipo. La enorme dificultad para abandonar la posición del estrago nos hace pensar que se ha operado un cambio de registro. Habría aquí una traslación del ámbito del tener (fálico) al ser. La mujer podría hacer de este no tener su ser, pero con el peligro de no encontrar ningún límite a esta posición, abriéndose la posibilidad de una pendiente de goce que podría terminar llevándola al estrago, a prescindir de todo o a soportarlo todo, erigiendo allí su baluarte identificatorio, un camino sacrificial para darse consistencia, un atractivo índice de su ser para el otro y, en definitiva, para ella misma.

Este progresivo desasimiento del registro fálico conducente a poder pensar las cosas de otra manera es el anticipo de lo que finalmente desarrollará Lacan los años siguientes con las fórmulas de la sexuación, hablando de la existencia de un goce no totalmente ordenado por el todo fálico, un goce suplementario, femenino, no-todo, que no se somete por tanto a la lógica de la castración o que se resiste a ser regulado por la significantización edípica.

Por último, la existencia de este goce viene a mostrar el límite del ordenamiento simbólico para el tratamiento de lo real. La herramienta del Padre, aquel palo en la boca del cocodrilo (del deseo de la madre) no alcanza –por estructura– a trabar completamente la boca. O, lo que es lo mismo, queda siempre un real refractario a toda operación simbólica con el que hay que hacer algo. De lo que se trata entonces es de encontrar una manera menos sufriente o, si se quiere, menos masoquista. Y de esta manera el goce que se universaliza, en vez de ser el fálico, es el correspondiente a este real ingobernable.

[1] Aquí Lacan varía en parte la formulación que utilizara Freud, “yo – mundo exterior”, un engañoso dualismo que puede despistar en todo lo concerniente a la concepción del sujeto, que se constituye propiamente en el campo del Otro, así como a la pulsión misma, como más adelante se señalará, temas ambos extensamente desarrollados por Lacan para denunciar las derivas de las interpretaciones postfreudianas, especialmente las de la Psicología del yo.

[2] Si bien ese día no menciona esta posición, creo que podría deducirse.