Viaggio in Italia, Rossellini lee Los muertos y da a luz al cine moderno

Dijo una vez Godard que la diferencia entre los directores de la generación anterior y los de la suya, aquellos jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma que se atrevieron un día a dirigir las películas que realmente deseaban ver, era que ellos sí creían. A la manera que le caracteriza, el cineasta dejaba caer sobre el tiempo, sobre la historia, el cuchillo de su verbo, una frase en apariencia sencilla, y cuya gracia, tan provocadora, quizás radique en no precisar explicación. ¿Tiene por ello el efecto de ensimismarnos, de paralizarnos? En absoluto, pues a poco que se la escuche, el ‘ellos sí creían’ desprende un aire casi performativo que desencadena de inmediato un mundo de acción.

Dejémonos llevar por ella, a ver dónde nos conduce. Atrevámonos a ir de la evidencia de su enunciado al acto que provoca. ¿Qué dice? Es sencillo. Que sólo el que cree puede crear. Porque los directores anteriores, pensando que todo era cuestión de dominar bien el oficio, habían envejecido prematuramente el cine, y les tocaba a ellos devolverlo a su infancia creadora, para lo cual no había que pensar sino creer. Esa es la evidencia, la que tendrá por consecuencia un acto, el acto creador.

Hasta ahí parece que se entiende, pero a continuación surgen las preguntas. ¿Cuál es el alcance de la apuesta, de la apuesta que significa creer? ¿Desde dónde parte el que cree? ¿Qué mundo le configura?

Trabajador infatigable de la contraposición, Godard nos marca una línea divisoria entre los que se mueven en la recreación, en la construcción del simulacro, que son los de la generación anterior, y los de la suya, que son los que aspiran a rasgar la tela del cine para derramar sobre el espectador el flujo directo de la vida, la vida en imágenes. Llevar al cine el París que ellos vivían, el París de los encuentros y desencuentros. Eso era posible. Como creían, era posible. Y llegado el momento pasaron al acto. ¿Que no se había rodado nunca de tal manera? No importa, nosotros lo haremos. Ése era el único fundamento necesario para su lógica creadora.

Se percibe sin esfuerzo que este tipo de creencia tenía algo de profundamente transgresor. Por una parte, si bien no eran los primeros en provocar la reacción de la censura, sí serían ellos los que, debido precisamente al empuje que les proporcionaba su creencia, la harían retroceder hasta ganarle la partida. Pero más importante todavía fue que encontraran una solución inédita al problema de la rivalidad y de la competencia generacional, una solución que consistía en colocarse de entrada en otro nivel, uno que volvía caduco todo planteamiento previo. Tal es el corte que el dicho de Godard efectúa.

¿Qué pasó para que las primeras intuiciones de estos adolescentes devoradores de celuloide se transformaran en certezas y pasaran al acto? Una frase de uno de ellos, el Rivette crítico antes de devenir cineasta, nos pone sobre la pista de aquel momento inaugural. No es la única, pero sí la que aquí seguiremos. Como se verá, es otra frase cuchillo que cae sobre el ordenamiento del tiempo, localizando primero sus tendones para seccionarlo después, justo entre medias.

Rivette saludó Viaggio in Italia, la película que dirigiera Rossellini en 1954, afirmando que, tras ella, todas las anteriores habían envejecido, de repente, diez años. Si hasta entonces este pequeño grupo de creyentes se había dedicado a rescatar a tal o a cual director maltratado por la industria para edificar sobre ellos la categoría de ‘cine de autor’, ahora tenían ante sí una obra que abriría una nueva época. Eso leyeron en ella, y no esperaron más. Eligieron como padrino a su autor, y la nouvelle vague, la nueva ola, barrió en pocos años los pomposos castillos de arena de antaño para entretenerse en los rastros, en las pisadas, en los encuentros, con el empuje tras de sí de toda una generación cuyo deseo reivindicaba su derecho a fracasar a su manera.

Por lógica tuvo que ser Truffaut, un huérfano al fin y al cabo, quien primero materializara la firma de Rossellini como padre adoptivo. En realidad, no era ésta la primera cuerda que él utilizaba para hacerse el nudo de su vida. Anteriormente Truffaut había hecho otro tanto con André Bazin, el crítico de cine que le abrió las puertas de la escritura, y de paso también alguna vez las de la cárcel, que eran las que este chico a falta de padre tendía a aporrear. Pero para dar el salto a la dirección necesitaba, naturalmente, de otra cuerda más, y escogió la del cineasta italiano. Un crítico para la crítica, Bazin; un director para la dirección, Rossellini. Y en 1956, con apenas 24 años, le pidió ser su ayudante, y Rossellini aceptó. El resto es muy conocido. Tan solo un año después Rossellini y Bazin iban a ser los dos padrinos de su boda. Entre la delincuencia y el cine Truffaut elegía casarse con el segundo, encontrando también en este mundo, pues no tenía otro, a su mujer, que era hija de un distribuidor. Y con estas cuerdas se lanzó a hacer su primer cesto. Al año siguiente, en 1958, Truffaut dirigía su primera película, Los cuatrocientos golpes, ese arrebatador tejido de cine y biografía que rejuveneció el séptimo arte y lanzó a la carrera a toda su generación.

Que para Truffaut el cine era padre está fuera de toda duda, pero lo interesante no está ahí, sino en cómo lo actuó y qué resultado produjo. Porque en vez de ponerse a pagar deudas para sostener la grandeza del apellido, se dio cuenta que precisaba para tejerlo de un trabajo constante, del montaje propio, el suyo, el de él, a través de sus alter egos, para ordenar la manera de enfrentarse a la existencia, fotograma a fotograma, con el objetivo de crear un lenguaje directo que incluyera la frescura transgresora de sus devaneos cotidianos.

Pero volvamos a Viaggio in Italia, la obra que permitió el surgimiento de esta nueva escritura. No sorprende que estos rebeldes eligieran una película que parecía entonces destinada al olvido, que había dejado insatisfechos a actores y director, que había sido maltratada por la crítica oficial y que había tenido una triste acogida por parte del público. No sorprende, el grupo de críticos de Cahiers había hecho de esta arrogancia descubridora su sello, pero, ¿por qué fue ésta y no otra la que para ellos inaugurara definitivamente un tiempo nuevo? Pues bien, también aquí la respuesta es sencilla. Ellos se atrevieron a hacer la buena lectura. Y, como toda buena lectura es escritura, se pusieron manos a la obra. Entendieron que era su placer y su goce lo que estaba en juego, y jugaron su partida. Supieron ver que la audacia y la veracidad que desprende cada escena, cada imagen de Viaggio in Italia era algo único, algo que surge cada vez, que ocurre delante de nuestros ojos, en cada visionado, como si fuera siempre la primera vez. Porque el espectador asiste, en la misma medida en que asistieron los actores protagonistas, a un descubrimiento tras otro. Donde cada paso es un mal paso, donde marido y mujer pierden su lugar, su seguridad en cada órdago que mutuamente se lanzan. Donde todo ocurre un poco a su pesar, como efecto del desconocimiento que desde la primera escena se ha apoderado de ellos, cuando Alex (Georges Sanders), el marido, se despierta para preguntar entre bostezos a Katherine (Ingrid Bergman), su mujer, dónde se encuentran. Le pregunta dónde se encuentran y ella responde que no lo sabe exactamente. Y a partir de esta desubicación inicial les tocará improvisar, dejar salir lo que elude el territorio del saber.

En algún lugar, camino de Nápoles, la pareja está perdida. Uno al lado del otro, extraños de repente el uno para el otro ahí están, conduciendo sin mapa, sin guión, arrancando la película in media res. ¿Y qué vemos? De entrada, lo desconocido. Lo salvaje de lo otro como desconocido. La naturaleza y las gentes, el volcán y los ritos salvajes. Expresiones de una verdad en bruto que es, en apariencia, la verdad no domesticada del otro invadiéndonos desde fuera. Pero, aunque eso es lo que se nos muestra, lo que vemos en Viaggio in Italia, se trata en realidad de nuestro propio reflejo, la sombra que proyecta sobre nosotros lo desconocido que nos habita.

El viaje, la vida, la incomprensión de una pareja, todo es lo mismo, lo que siempre está en curso. Rossellini ha introducido el método documental en el corazón de la estructura y la ha destrozado. No sólo no parte de un guión elaborado, sino que acepta no saber qué surgirá. A partir de un planteamiento mínimo, casi sin soporte escrito, apenas dos o tres folios, Rossellini buscará inspiración, buscará el elemento tercero que rompa la mentira de la pareja. Para ser justos, no lo hace solo, encuentra la colaboración de Vitaliano Brancati, con quien dialogará cada tarde durante el rodaje el tejido de la historia. Y juntos la van tejiendo. El objetivo, dejar caer el soporte de la rutina para enfrentarlos, a Alex y a Katherine, con sus fantasmas, con los propios y los del otro. Así descubrirán lo extraño interior que, como el volcán, de tanto en tanto les estalla, cubriendo con su manto de ceniza los campos. Es una imagen de esa pulsión desconocida que les ciega. Por eso desde el primer momento están perdidos. No se conocen ni se reconocen. La barca que los lleva al encuentro con el otro se les ha vuelto siniestra.

Sabemos que vivieron ocho años de plácido matrimonio, con la única sombra de la ausencia de hijos. Sabemos que ella no los quiso, aunque el tema no deje de perseguirla cada vez que sale a la calle. Sabemos que él se escuda en su trabajo para evitar los reproches sentimentales, que no le falta recurso para mostrar una fortaleza de ánimo que parece protegerle. Y no sabemos mucho más, pero con esto es suficiente. La película aborda el fin de la seguridad de él como efecto del reproche de ella. Conmigo te aburres, le dice Katherine. Será suficiente. Una frase verdadera, sin cálculo previo, y los efectos no se harán esperar. De la incomprensión mutua, dos modos de gozar van a irrumpir cavando un abismo entre ellos, simple reflejo del abismo que en cada uno ya se abrió. Y marcharán desde ahí a la deriva hasta llegar al borde mismo del precipicio. Incluso darán un paso más, más allá del límite de lo tolerable, el que se desencadena cuando ella entra en arrebato arrastrada por la multitud en el crescendo final de la película. Y ya está. La tela se ha rasgado. La verdad, que es el horror, los mira. Sólo tras ese momento último volverán ambos a construir suelo firme bajo sus pies. Sólo entonces permitirán que el lenguaje del amor los entrelace, reconstruyendo la tela que protege a cada uno de su abismo, de su pesadilla.

Pero no entenderemos nada de la lógica que lleva a ese sorpresivo y apoteósico final si no retrocedemos primero y adecuamos el oído a la frecuencia sutil con el que se ejecuta el reproche inicial que Katherine destina a su marido. Quizás, a partir de ahí, entendamos la matriz previa y oculta que desencadena la desubicación mutua. Veamos su erupción desde el minuto cero. Primero conduce ella, luego él. ¿Qué leemos aquí? Que empieza el intercambio. Ahora de asientos, luego de golpes. Por primera vez están solos el uno con el otro, y algo hace que no puedan soportarlo. No tardará en venir el primer golpe. Es ella, Katherine, quien lanzará su queja, quien empezará a escribir su malestar en forma de reproche. Conmigo te aburres.

Conmigo te aburres significa conmigo no te diviertes, que significa que no te dejo divertirte a tu manera conmigo, que significa que yo no me divierto a tu manera, que a tu manera no me divierto contigo, lo que viene finalmente a significar que yo tengo otra manera de divertirme, de divertirme contigo, y es precisamente ésa la que pongo en práctica, y la que sin yo saberlo me desborda. Por ahí va la matriz, el verdadero desencadenante de la historia. Con todas las declinaciones carnales que tras la pantalla del reproche se nos ocultan.

¿Qué encontramos retirando un poco el velo? Podemos resumirlo, si se quiere, en el rechazo por parte de ella a la relación sexual. O, lo que es lo mismo, la postergación al infinito del compromiso de una práctica que siempre tiene algo de insatisfactorio. Y es ese algo lo que Katherine viene a evitar a través de la reivindicación sublime del encuentro amoroso, concebido como entrega de la palabra de amor. Eso es lo que quiere que se le dé. No el sexo, ni la palabra hecha carne, sino la carne hecha palabra. Con ella se cerrará la película, cuando él pueda abandonar toda defensa y le entregue su palabra de amor… para que ambos se gocen con ella… para que ambos se abracen en ella.

Y entre medias de esos dos momentos casi míticos, principio y fin, la metáfora de la existencia como desencuentro, como malentendido, como lucha. ¿De qué manera materializa la pareja lo que será una disputa tras otra? ¿Cuál es su escritura, el texto que como arma arrojadiza se lanzan? Como veíamos, su unión se resquebraja en el momento en que se quedan solos. Es esta cercanía, desprovista de la protección de los quehaceres de la rutina, lo que provocará el intercambio constante de golpes. Golpes todos de un mismo tipo. Esto es lo interesante. Aunque cada uno lo haga a su manera, a partir del desencuentro inicial ambos tocarán la única partitura que está a su alcance, los celos. La trampa de los celos que se levanta contra ese otro que es uno mismo. Y para todo ese inmenso despliegue, que abarcará de hecho la película entera, Rossellini buscará una fuente de inspiración mayor, el cuento más sublime de James Joyce, Los muertos.

No deberíamos sorprendernos mucho, el director casi nos lo anuncia al escoger el apellido de la pareja como broche a su homenaje: Alex y Katherine son el señor y la señora Joyce. Sin embargo, resulta llamativo que esta referencia explícita haya tendido a hacer olvidar otras, porque del baúl de Los muertos Rossellini extrajo un sinfín de emociones con las que dialogar. No solamente la famosa escena del cuento, la epifanía, aquella revelación de la experiencia de un amor de juventud, más allá de la muerte, que le hace la esposa al marido, descolocándolo definitivamente. Recuérdese también cómo esa revelación amorosa que Gretta le cuenta a Gabriel en el dormitorio es, en realidad, el segundo momento de una epifanía que arrancó al finalizar la fiesta, cuando Gabriel se queda pasmado observando a su mujer, no reconociéndola, mirándola como a una extraña, porque a la que observa es verdaderamente otra, otra mujer, es otra la que ha detenido su descenso al quedarse traspuesta en la escalera, arrebatada ante la melodía que le conduce al joven que se dejó morir de amor por ella.

Repetimos, no sólo la revelación, son los dos momentos los que pasarán a Viaggio in Italia, tanto el previo de la extrañeza ante el otro, como el posterior, los celos, que como texto se escriben para dar cuenta de la distancia que se abrió. Luego vendrá la evidencia del homenaje a Joyce cuando el relato del amor de juventud que Gretta contó en Los muertos sea volcado en la película. Ocurre, a modo de variación musical, en la escena de la terraza. Con distintas notas escuchamos la misma melodía, ahora el indeleble recuerdo de un joven poeta que leyó en la intimidad sus versos a Katherine hasta el día previo a su boda. Y el efecto de desconcierto en el marido será también similar. Porque la revelación de ese amor atenta contra la idea de dominio de sí con la que se engalana y, una vez escuchada, no podrá quitársela de la cabeza. Incluso puede decirse que participó torpemente en su desventura, pues no hizo más que ahondar la herida con cada aclaración solicitada. Y ahora el daño ya está hecho. Bebió hasta el último sorbo del veneno. A continuación, el misterio de su mujer sólo tendrá esta vía de acceso, Alex interpretará todo quehacer solitario de ella, toda ensoñación, todo viaje, toda visita a museo como un anhelo de encuentro con el amor de quien ya no está, un amor contra el que ni él ni nadie podría competir.

Pero la referencia a Los muertos no acaba aquí. Si así fuera sería un simple homenaje, algo sin importancia. No, Rossellini no copia, se inspira. Dialoga y crea a partir de ahí. Dicho de otra manera –a la manera de Hugo Savino–, Rossellini lee Joyce y hace Rossellini. Leyendo joyceanamente, escribe rossellinianamente. Si todo el cuento de Joyce no es otra cosa que la preparación para la epifanía, para la revelación del deseo insospechado que sigue latiendo en Gretta, un amor de una intensidad perturbadora, un sentimiento al que su marido ni estuvo ni podrá estar nunca a la altura, la película de Rossellini trabajará en cambio, paso a paso, como si de hacer un documental se tratara, todo el despliegue de actos y de engaños que sospechamos que el protagonista de Los muertos no llegaría nunca a realizar. En Viaggio in Italia se escribe sobre los huecos que el final abierto del cuento de Joyce no rellena. Y así, Alex responde a la provocación de Katherine con una mostración de conquistas amorosas, en tiempo presente, tan imparable como mentirosa. Atrapados cada uno en sus propios fantasmas se los arrojan al otro. Y así, ambos bajan a la arena y en su fango se ensucian, en una arena en la que Gabriel no se atreve a pisar. Mientras Alex y Katherine no dejan de echar leña al fuego, Gabriel, en cambio, llora, sin saber cómo apagar el que ha empezado a abrasarle el corazón. Por eso, el final elegido para él será el de encontrar el reflejo del amor en la quietud. Es la estasis melancólica con la que concluye el relato de Joyce. Gabriel, que protege sus zapatos con chanclos porque no puede con la intimidad del contacto directo, se quedará ensimismado frente a la ventana, absorto ante su descubrimiento, viendo caer suavemente la nieve sobre los campos. Una nieve cuyos copos son ahora palabras que se posan una encima de otra, jugando en alternancia, primero, de falling softly a softly falling, después, de falling faintly a faintly falling, como poéticamente repite Joyce en las últimas líneas para sepultar con su dulce cadencia Irlanda entera.

Sobre estos puntos suspensivos escribirá Rossellini el encuentro con sus propios muertos. Abandonará el terreno poético con el que se cierra el último cuento de Dublineses para jugar su partida en otro terreno, uno más sulfuroso, el de las pulsiones, justo aquel que Gabriel evitaba. Por eso, la nieve, esa cara amable de la naturaleza, será aquí la ceniza del volcán, la ceniza y las emanaciones de un volcán que, como veremos, está todavía activo. Y por sutil que sea la diferencia, no es menos importante. Es cierto que ambos, Joyce y Rossellini, trabajan la relación entre el amor y la muerte, y ambos conceden al amor la posibilidad de traspasarla. Está claro en el relato del amante que se deja morir, ofreciendo un corazón que altera con su latido, más allá de la muerte, no sólo a sus destinatarias, también a Gabriel, también a Alex. Y lo mismo puede decirse del descubrimiento de la pareja sepultada en Pompeya, salvo que esta vez sea sobre todo a Katherine a quien perturbe su quietud, quizás por la exposición descarnada de su intimidad, pues en Viaggio in Italia es ella quien no la soporta. En realidad, la escena se vuelve contra Katherine como el siniestro reverso del relato de su poeta enamorado. Los versos del poeta, versos que Rossellini extrajo del Ars amatoria de Ovidio, se le terminan volviendo contra ella, como un boomerang, porque Katherine no puede prescindir de la materialización de la palabra enamorada, no le basta repetirse para sí el virginal poema de un amado que no fue, necesita romper el caparazón de su marido para hacerlo transitar por el lugar donde todos temblamos.

Esa bajada a los infiernos es lo que la película aporta al cuento. En resumen, allí donde Joyce toca en Los muertos lo sublime desde el lado de la belleza, Rossellini lo toca en Viaggio in Italia desde el lado del horror. Por eso en la película de Rossellini los muertos no hacen más que retornar. Pero, curiosamente, este encuentro directo con lo siniestro termina teniendo un resultado vivificador. Y allí donde la pareja de Los muertos se melancoliza, la pareja de Viaggio in Italia termina retornando a la vida. Resulta verdaderamente curioso si se tiene en cuenta el trabajo biográfico presente en ambas obras, donde era Joyce el que padecía el calvario de los celos, mientras que a Rossellini le costaba bastante menos airear en público sus desavenencias con Ingrid Bergman. Pero no entremos por ahí, no es necesario. Sólo interesa cómo, ambos, lo hacen funcionar.

Si para Joyce, que trabajaba en la fábrica de los prodigios, la ausencia era la forma más elevada de presencia, aquí estamos en su reverso, en el modo documental, el modo Rossellini, donde la magia de la ausencia que garantiza la presencia está perdida de entrada, pues es por completo extraña al trabajo directo con la carne. Y a su fango se acudirá para hacer emerger la llama del deseo.

Allí, enterrado en el fango, descubrirá la pareja partida el abrazo eterno que les falta. De entre la ceniza volcánica surgirán los cuerpos desnudos, los cuerpos enamorados. Surgirá ese misterio como el vaciado de la única verdad que trasciende el tiempo, el secreto de su encuentro. La película responderá a este reto mudo de los cuerpos vaciados ofreciendo su propia encarnación. Hará surgir de entre el alboroto de los vivos la palabra enamorada, la palabra que crea el instante eterno que sostiene para siempre el abrazo de los cuerpos.

Podría decirse que Dublín es la Pompeya de la que Joyce huyó para no ser sepultado bajo sus cenizas. Como sabemos, no lo hizo solo, lo hizo con Nora para abrir en el exilio la posibilidad de una escritura que le sostuviera más allá de la muerte. Por eso, Joyce puso el foco en las costumbres irlandesas como las responsables de la parálisis de la isla. Es la metáfora de la inevitable nieve que cae en Los muertos cubriendo los campos. Y allí, en el dominio de la causa, Rossellini carece de respuesta. Carece, afortunadamente, pues es lo que le permite buscarla, como veíamos, en el engranaje pulsional. La única pega que puede hacérsele es que su final no sea abierto, como sí es el de Joyce y lo será también el de todo cine que se considere moderno. Claro que eso será lo que haga Truffaut cuando lea Rossellini.