Un agujero en la palabra

Sobre El ojo en la garganta, de Samanta Schweblin

La escritura no nace para decir lo que se puede decir, más bien se encuentra a sí misma en el tropiezo con lo que no se puede decir. Afectada por lo indecible, la escritura crea sus propios surcos, sus metáforas. Algo que le ocurre al que escribe en tanto es también lector. Solo así el trabajo de composición se justifica. No como el ejercicio de un dominio sino como la traslación de un encuentro. La intuición de haber topado con algo, una sensación, una imagen, una escena, que nos habla.

Esta exigencia, la búsqueda de una verdad que sacuda al lector y le abra a una experiencia transformadora, parece impulsar toda la escritura de Samanta Schweblin. ¿Cómo consigue ese efecto? La autora habla de su preferencia por el cuento y piensa la novela como el fracaso de no haber alcanzado ese propósito en un texto de diez páginas. Pero, más allá de su preferencia por este género, lo importante es la búsqueda de una lectura que no pierda en ningún momento el contacto con lo perturbador, una vibración que haga jugar el conjunto como un todo. Cada cuento una canción, un universo cerrado de emociones con una dominante, una sola. Por motivos editoriales, universos afines se reúnen y ordenan para formar una constelación, un álbum. Pero aquí, de ese disco que es su último libro, El buen mal, solo nos vamos a detener en la extraña melodía, o más bien la sorda estridencia que resuena en el cuento El ojo en la garganta.

¿Qué hace que este cuento sea algo más que un producto que impacte, que revuelva al lector? ¿Qué hace que trascienda, o sea, que permanezca ahí, produciendo efectos? ¿Qué lo convierte –incluso a nuestro pesar– en compañía, como esas canciones que seguimos tarareando todo el día, capturados en una extraña, tal vez fatídica adherencia?

El ojo en la garganta nos abre un cuerpo. No diría que lo disecciona, porque el cuerpo está vivo. El cuento nos abre ese cuerpo vivo del niño, para el que la autora se inventa un dispositivo genial, una narración en primera persona. Un medio directo para que lo que se despliegue en ese cuerpo, por él, nos llegue, vibre en nosotros, tenga un efecto de llamada. Todo va a girar en torno a una emoción que se desborda, que pasa de uno a otro siguiendo cauces imposibles, también el argumento, que va a repetir ese llamado enigmático, dirigido al padre del niño, mostrando la estrechez con la que el padre interpreta lo que ocurre.

¿Cómo funciona este cuerpo? ¿Qué lo afectó? ¿Cómo expresa él mismo lo indecible?  Un –llamémosle– accidente, producido a los dos años de vida, va a transformar este cuerpo y, en cierto sentido, va a dar forma al exceso que se está produciendo. En sentido amplio el cuento da forma a un exceso. En lo concreto, el circuito desbocado se sitúa entre el padre y su hijo. Entre ambos circula una emoción que va a requerir pensar el cuerpo de manera diferente, dislocando la cómoda división del adentro y del afuera. El cuento nos va a ofrecer lo que se ha salido de quicio en varios niveles. Es la extraña melodía que recorre sus compases aunque las instrumentos vayan variando. Al final, el argumento nos desvelará el exceso del que el cuerpo se ha hecho cargo tras el accidente.

Entremos, pues, en esa materia que se nos abre, el cuerpo del niño. ¿Qué nos muestra? ¿Cómo entender la perforación de la que es objeto, justo en el lugar de la comunicación? Porque el globo se pincha en ese justo punto, y es entonces cuando la comunicación entre padre e hijo cambia de plano. El agujero en la garganta pasa a ser el lugar áfono de una continuidad de afecto (gozoso, trastocado) por el que una relación pasada de rosca estalla. El cuerpo resultante es ahora una superficie topológica que se invagina a sí misma por un agujero (en la garganta) por el que la emoción pasa. El accidente ha dado forma carnal a esa falta de límite emocional entre padre e hijo, creando un abismo en el cuerpo del niño, una especie de coladero por el que este y su padre se tocan. El cuento crea distintas figuras de ese tránsito imposible y a la vez real.

Pero ¿cuál esta emoción desmesurada? De nuevo, existen muchos planos en el cuento, pero todos ellos son variaciones sobre un mismo motivo. En su núcleo, leemos cómo el padre ha instaurado una serie de juegos con su hijo. Son juegos de preferencia, del tipo ¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre? Tienen un punto inquietante, algo perverso. El juego que se repite es una pantomima donde el padre se hace el ofendido cuando el niño está en brazos de la madre. El padre le llama y el hijo responde, yendo invariablemente hacia él, atraído por una fuerza superior. Al placer del padre, que viene a reflejar la lectura que hace de su lugar en el mundo, un tanto pueril, responde el placer del hijo. En tanto narrador, describe el afecto que a esa edad de dos años le domina: “Busco la locura de ese placer intenso”. Pero ese placer que circula entre ambos no durará. Tragarse la toxicidad del padre tendrá consecuencias. Quizás no es un detalle menor que el accidente se produzca estando el niño al cuidado del padre y en casa de la madre de este, la abuela paterna. Resultado, la emoción que tomaba el cuerpo del niño encontrará un nuevo modo de expresión, a través del horror de su tráquea perforada. Pero el padre no podrá acompañar en adelante esta mutación producida en el hijo, no sabrá cómo sostener en sus brazos ese cuerpo ni responder al nuevo lenguaje creado. El padre permanecerá en su modo de representarse el mundo, dominado por el vaivén entre la rivalidad y la culpa, y quedará en suspenso hasta que los acontecimientos precipiten su desalojo y den lugar a un nuevo modo de comunicación desde la incomunicación.

El episodio de la gasolinera viene a decantar el nuevo estado de las cosas. El padre pierde su modo de disfrutar, el hijo deja de responder a su jueguecito, y en su lugar aparecerá su doble siniestro, las enigmáticas llamadas nocturnas de teléfono. Esta tensión muda construye el relato. Por un lado, evidencia la ruptura entre padre e hijo, quedando el padre pegado a su pasado. Por otro, el hijo no renuncia a una comunicación que sigue estando, aunque de otra manera, en un lugar excesivo. El hijo sigue alcanzando al padre. Y lo hará de varias maneras… Por su parte, la continuidad permanece, y solo se soltará en la última palabra del cuento: “Toco por dentro a mi padre, y lo dejo ir”. Puede decirse que el cuento es la historia de la continuidad entre ambos, padre e hijo, bidireccional inicialmente y unidireccional después.

Pero volvamos al padre, a su relación dislocada con el hijo tras el accidente, tras la introducción de ese extraño objeto, la pila de litio. El padre no podrá interpretar el cambio producido en el hijo desde otro lugar que identificando el mal como procedente del exterior, un exterior surgido en ese punto de tensión geográfico que es la gasolinera, a medio camino entre El Bolsón y La Plata. Ese lugar de detención obligada introduce en el cuento la otra familia, una familia cualquiera, diferente de las que se sitúan a ambos extremos de esa carretera, o sea, entre las localidades de las familias del padre y de la madre. La creación de ese lugar exterior, de esa familia que encarna para el padre el lugar de la sospecha, es crucial. Y aquí el lector es invitado a participar, o sea, a dejarse llevar por la sospecha del padre, tan atractiva como para el hijo era su juego, y sospechar con él. ¿Cómo respondemos a la interpretación del padre cuando descuelga cada noche el teléfono? ¿Desde qué lugar leemos el cuento? ¿Qué resuena en nosotros?

Hay algo sustancial que da consistencia al relato, que lo pone a trabajar hasta hacer vibrar al lector en la búsqueda de una verdad. A mí me ha tocado esa topología del cuerpo, transformado por una emoción. La cuidadísima composición del cuento se justifica por la reducción al límite de los elementos que importan. Quiero decir que cuando todo se pone a funcionar para acercarse a algo fundamental, la composición deja de ser una composición, se convierte en fidelidad de escritura. La autora se deja tocar por ello y toca así al lector. Le lleva a participar de esa comunicación imposible. Pero volvamos al cuento. Hemos ido del punto de ruptura del cuerpo del niño, esa garganta donde el aire se comprime para poder soltarse, a su equivalente geográfico, la gasolinera, situada a mitad de camino de las familias respectivas de los padres. Y es en la gasolinera donde la separación del hijo se va a hacer literal, no solo por la pérdida, también por el final del juego entre padre e hijo. La gasolinera es la figura del exterior inevitable, que en el cuento se introduce como siniestro, malinterpretando lo que en realidad fue una acogida.

Y quizás ambas tensiones, con sus puntos de ruptura, estén conectadas. La separación geográfica, con sus dos vértices familiares, tirantes entre sí, tiene en el centro un lugar social, esa otra familia de la gasolinera donde algo se quiebra. Es como si la tensión del cuerpo del niño saliera de la esfera familiar a la social alcanzando otro punto de ruptura. Y la separación corporal padre-hijo, con su reverso mágico (las llamadas de teléfono), que se va a ver pronto acompañada de una separación real de los padres, que evidencia un fracaso, pues cada uno se quedará o volverá al lugar familiar previo, el padre en El Bolsón, la madre en La Plata. ¿Cómo entender en esa segunda escala, la geográfica, la dislocación del afecto? Es desde luego una paradoja tragarse una pila de litio en El Bolsón, un lugar ecologista emblemático, refugio extremo de los que huyen de la gran ciudad, y entre los cuales, cabe suponer, estaría la familia del padre. Parece un ajuste de cuentas con ese sueño de los años noventa… Como si ni siquiera en ese último pueblo, rodeado de naturaleza, se pudiera escapar del “avance” contaminante de la civilización. Fin del sueño de una elección satisfactoria que por sí misma solucionara la existencia. Sea elegir entre un lugar y otro, entre una familia y otra, o entre un padre y una madre. Aspectos anecdóticos si no circularan por ellos los afectos más perturbadores.

Zacarías Marco, julio de 2025